
Desde el siglo 16 la Iglesia estableció un precepto para todos los católicos: confesarse por los menos una vez al año en ocasión de la Pascua. Con esto no se quería decir que la obligación de confesarse se redujera a confesarse tan solo en cuaresma o pascua. Era para garantizar que se cumpliera mínimamente con la obligación de confesarse. No por ser una obligación jurídica sino moral, por sentirla necesaria ya que todos somos pecadores y necesitados del perdón de Dios. Lamentablemente este sacramento está siendo olvidado en la vida cristiana por parte de muchos, aún en ocasión de la Pascua.
PECADOS A LA VISTA
Muchos ni lo aceptan ni lo rechazan expresamente; lo ignoran. No les preocupa ni lo ven necesario. Creen que está reservado a unas pocas almas piadosas. Este sacramento se llama hoy de la “reconciliación” porque responde mejor a la actual sensibilidad; se trata de reconciliarse con uno mismo, con Dios, con los demás. Antes se ponía exclusivamente el acento sobre los pecados y la confesión de los mismos. Antes, para comulgar en la misa había que confesarse y “pedir permiso” para comulgar. Ahora nadie se confiesa y todos comulgan. Se ha difundido la idea de que es suficiente confesarse con Dios porque es Él quien perdona. Sin embargo Cristo mismo ha puesto a la Iglesia y a los sacerdotes como intermediarios del perdón de Dios. No ha dicho: ”cuando estén en pecado, pidan perdón directamente a Dios” sino: “a quienes ustedes perdonen los pecados, les serán perdonados” (Jn 20,23).
Antes se veían pecados por todos lados, pero ahora parecería que ya nadie tiene pecados. No es cierto que el hombre de hoy no se confiese por vergüenza; se confiesa en los diarios y revistas, en la televisión, en cualquier consultorio, aún públicamente.
Los pecados por otra parte están a la vista: corrupción, injusticias, mentiras, violencia, violaciones, maldad…; pero se les echa la culpa a los que tienen autoridad y poder, a las estructuras, a la sociedad, a los demás; nadie se golpea el pecho.
Jesús dijo: ”Quien no tiene pecados, que tire la primera piedra” (Jn 8,1-11). Nos decimos víctimas de la sociedad y de muchos condicionamientos, pero difícilmente nos declaramos responsables de algo, por acción u omisión. Se habla de derechos pero no de deberes. Se llega a negar y hasta querer superar el sentido natural de culpa como si todo fuera cuestión de cultura. Se niega el problema en vez de enfrentarlo. Es como querer eliminar la muerte eliminando el pensamiento de la muerte.
Si negamos nuestros pecados “nos engañamos a nosotros mismos” (1Jn 8,10). Al pecado hay que desenmascararlo porque se esconde (“todo el que obra mal, odia la luz” Jn 3,20). Solo Dios puede abrirnos los ojos, si acudimos a Él con la oración y la meditación de Su Palabra.
EL SACRAMENTO MÁS BARATO
Más allá del sentido de culpa, remordimiento o incumplimiento de una ley, el pecado es un hecho religioso. Es una falta de infidelidad a Dios que nos ama como un padre, una madre, un amigo y todo lo que quiere es para nuestro bien. Si hay un humilde reconocimiento de nuestras faltas y confianza en Dios, Él siempre perdona.
El remordimiento es un monólogo y un repliegue sobre uno mismo que no lleva a nada. El arrepentimiento sincero lleva a un diálogo con Dios. Por eso es importante la confesión personal y explícita de nuestros pecados porque a veces es difícil aceptar la realidad y aceptarnos a nosotros mismos; somos perdonados, pero seguimos heridos. La ayuda del sacramento es para que el perdón llegue realmente al corazón y nos sane. El pecado no es el centro del sacramento, pero sí el punto de partida. El objetivo es el perdón de Dios y la conversión. Es fácil obtener el perdón por lo que a Dios se refiere; Dios siempre está listo para perdonar y lo hace con gozo.
En las tres parábolas de Lucas (15,3-32) lo que más se destaca es la enorme alegría del pastor, de la ama de casa, del padre del hijo pródigo. Para nosotros sin embargo es difícil porque el pecado no es solo algo que debe ser perdonado sino también erradicado. Ni el mismo Dios puede perdonar si falta el sincero arrepentimiento y el esfuerzo para cambiar la vida.
El padre del hijo pródigo desea que el hijo vuelva y lo perdona de antemano, pero el abrazo se da cuando efectivamente el hijo vuelve. Antiguamente había un severo proceso penitencial entre la confesión y la absolución de los pecados para garantizar una auténtica conversión. Si se trataba de un pecado privado se practicaba la corrección fraterna (Mt 18,15). En el caso de pecados públicos que suscitaran escándalo, el pecador era “atado” por la comunidad, es decir alejado de la comunidad y de la eucaristía, hasta que reconociera y reparara su pecado y entonces se lo desataba (Mt 16,18-19) por manos del obispo el jueves santo…
Hoy el peligro es convertir el sacramento en algo mágico para sacarse de encima rápidamente un peso, sin que nada cambie en la vida real. Uno no puede quitarse de encima los pecados como se quita un saco o una camisa. Se ha banalizado inclusive el rito transformándolo en el sacramento más barato, arreglándolo todo con una “penitencia” de tres Ave Maria. El sacramento no sustituye la conversión; simplemente la celebra. La confesión completa de los pecados, en particular de los más graves (que ya Dios conoce) no es para informarle de nuestra vida, sino para demostrar el alcance y profundidad del arrepentimiento.
¿QUÉ SON LOS PECADOS DE OMISIÓN?
El Nuevo Testamento habla de “pecados que llevan a la muerte” (los que nosotros llamamos “pecados mortales”) y “pecados que no llevan a la muerte” (1 Jn 5,16-17) , es decir los pecados veniales. El clima de diálogo y confianza entre el sacerdote y el penitente hará posible el discernimiento, porque a veces resulta difícil determinar si en consciencia la persona, con plena libertad y determinación, ha roto o no la amistad con Dios. Hay obligación de confesar los pecados graves antes de comulgar y en peligro de muerte; no hay tal obligación para los veniales (aunque sea conveniente). En la misa no hay que unir tanto la confesión con la comunión, sino esta con la misa (no hay participación plena en la misa sin la comunión). Es un error, o un escrúpulo, pensar demasiado rápido que se haya cometido un pecado grave o mortal. San Alfonso decía: ”Si se te mete un elefante en tu cuarto tienes que verlo a la fuerza”. Hay pecados de fragilidad (del momento) y pecados de maldad. Hay gravedad cuando deliberativamente, por maldad, se rompe con Dios y con el prójimo o se lo abusa. Esto implica un cambio tan profundo en la persona como lo es convertirse a la fe. Se puede pecar con el pensamiento y el deseo pero los pecados más frecuentes, son los de omisión. Están en un estado de “muerte” espiritual los que viven llenos de odio y venganza, los esclavos del sexo, del dinero y del poder, los negociantes de trata, drogas y armas, los que hacen o promueven abortos.
Muchos pecan de infantilismo confesando pecados de chicos y no le dan importancia a los pecados más graves: son los de “omisión” por el daño que hacen. Estos se dan cuando se deja de hacer el bien que se podría o debería hacer y, por el hecho de no hacerlo, se perjudica al prójimo. El mandamiento específico de Jesús no es evitar el mal sino “amar como Él nos ha amado”. Si el político, el empresario, el médico, el abogado, el comerciante, los padres de familia pudieran ver el sufrimiento que causan a tantas personas (a los hijos por parte de los padres si no se les da una educación humana y cristiana), se caerían de espaldas. Cometemos pecados de omisión cuando faltamos a nuestras responsabilidades, cuando no hablamos teniendo que hablar, cuando no denunciamos el mal, cuando no ayudamos al necesitado (enfermo, preso, emigrante…) como bien explica Mt 25,31-46. El rico Epulón fue condenado al infierno no por mala persona, sino simplemente por haber ignorado al pobre que tenía al lado.
¿POR QUÉ ACUDIR A UN SACERDOTE?
Muchos preguntan por qué hay que confesarse a un hombre, él también pecador. Ya los judíos se indignaban cuando Jesús perdonaba a los pecadores, porque solo Dios pude perdonar. En realidad con el sacramento de la reconciliación uno pide perdón a Dios, no al sacerdote. La mediación del sacerdote, querida por Jesús, sirve para no autoengañarnos, para demostrar efectivamente y seriamente nuestro arrepentimiento. Nos obliga a ser sinceros con nosotros mismos, sin caer en la tentación corriente de autojustificarnos. Cuando el pecador dice: ”no tengo pecados”, es porque su insensibilidad y ceguera son fruto del mismo pecado. “Solo el hermano nos puede salvar de la ilusión” decía el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer.
El pecado además no solo rompe con Dios sino también con la Iglesia, representada por el sacerdote, el cual no está llamado a juzgar y a condenar sino a recuperar la oveja perdida con cariño, con sus oraciones y consejos. Obviamente el cura solo debe escuchar y aconsejar, sin pretender entrar en la intimidad de nadie con preguntas indiscretas.
Los abusos de conciencia y de poder hay que denunciarlos. Todo esto implica poder dialogar con el sacerdote en un espacio digno y no en esos armatostes de madera que aún quedan en muchos templos, de rodillas y hablando por una rejilla. Muchos tienen la impresión de lograr pocos resultados en su vida cristiana aún confesándose a menudo y de cometer siempre las mismas faltas. Se preguntan si el sacramento no sería una forma de tranquilizar la conciencia para seguir adelante como siempre. Otros dicen: ”yo soy así, no puedo cambiar”. Por más que uno esté seguro de caer en los mismos pecados debido a su debilidad, si tiene buena voluntad debe acudir al sacramento y confiar en la ayuda de Dios . La reincidencia no es obstáculo para una buena confesión: Jesús es el médico que nos cura con paciencia. Es preciso recordar que siempre seremos pecadores y Dios siempre encontrará su alegría en perdonarnos y ayudarnos. Aún para nuestra salud física necesitamos los mismos remedios a veces por años. Dios nos va moldeando a imagen de su Hijo con el tiempo, sin que nos demos cuenta. No importa caer si se cae subiendo.
La celebración del sacramento es un signo de combate y de lucha. Desanimarse es la máxima tentación; es una postura cobarde y suicida. Dios no nos pide ser perfectos (lo que es imposible), sino ser humildes, confiados en su misericordia y practicando también nosotros la misericordia para con nuestro prójimo. El perdón de Dios es gratuito; se adelanta al mismo arrepentimiento del pecador, toma la iniciativa. El padre del hijo pródigo “cuando este todavía estaba lejos lo vio, se compadeció y corrió para abrazarlo” (Lc 15,20). Jesús ofrecía su amistad a los pecadores, sin que hubiera un previo arrepentimiento por parte de ellos. “Él nos amó primero” (1 Jn 4,10).
CÓMO REPARAR EL PECADO
El perdón de Dios, sin embargo, no es barato. Solo es perdonado quien está dispuesto a perdonar (MT 6,15). No porque Dios sea rencoroso o vengativo, sino porque nosotros nos cerramos al amor de un Padre que nos quiere hermanos.
Lo más importante del sacramento es el arrepentimiento o conversión y el propósito de enmienda, pero todo esto ha de concretarse y garantizarse con la reparación del mal hecho. Es la última parte del sacramento, la más olvidada, la que se llama “satisfacción” (popularmente “penitencia”). No es pagar una cuenta sino empezar a recorrer una etapa nueva y real de vida cristiana.
Si se ha robado hay que devolver, si se ha ofendido gravemente a alguien hay que pedirle perdón y restablecer las relaciones, si se ha calumniado hay que retirar la calumnia, si se ha mentido hay que desmentir, etc.
No es un precio para pagar un mal hecho; es expresión de un compromiso serio. No debe reducirse a algunas fórmulas a recitar, sino debe consistir en acciones de culto, justicia, caridad, misericordia.
Escribe Dionisio Borobio: “Una de las causas de la decadencia de este sacramento es haber reducido la satisfacción o reparación a una simple caricatura”. El sacramento además no es solo para purificarse de los pecados, sino para progresar en la vida cristiana; de allí la importancia también de la confesión frecuente aunque solo se trate de pecados leves. Se trata del sacramento de la “conversión permanente”.
Obviamente, Dios perdona siempre y enseguida al pecador realmente arrepentido, pero está obligado a confesarse solo el que vive en estado de pecado grave, sobre todo para poder comulgar en la misa. San Pablo invitaba a los cristianos a “examinar su conciencia antes de comer la cena del Señor para no comer y beber su propia condenación” (1Cor 11, 28–29). Por otra parte, el perdón de Dios no hay que reducirlo tan solo al sacramento de la reconciliación.
Dios nos reconcilia también a través de la oración, la Eucaristía, la lectura orante de la biblia, la caridad, las obras de misericordia. Muy a menudo la Palabra de Dios está ausente del sacramento en cuanto tal; debería precederlo, tal como se hace en las celebraciones comunitarias del sacramento para que ilumine nuestra vida y no ayude a examinarla a fondo. Lo realmente importante es levantarse enseguida después de una caída. Las faltas cotidianas de quien normalmente reza, practica la caridad, intenta vivir como buen cristiano y cumple con sus obligaciones, no llegan a ofender gravemente a DIOS.
El sacramento nos ofrece el don inestimable de la paz espiritual, lejos de esa concepción tradicional que lo transformaba en un tribunal en el marco de una moral de prohibiciones (y no de búsqueda de una realización plenamente humana). La confesión en ocasión de la cuaresma y de la semana santa es particularmente importante porque nos prepara a la solemne renovación del bautismo en la vigilia pascual.
PRIMO CORBELLI
Debe estar conectado para enviar un comentario.