(Biblia):  “LO QUE USTEDES OYEN Y VEN”

mosaico de marco rupnic, representando el bautismo de jesus por juan, un angel los asiste
Bautismo de Jesús en el Jordán. Marco Rupnik.

Juan había visto con claridad que Jesús era el enviado de Dios cuando lo bautizó en el río Jordán. Si Jesús empezó con éxito su obra, es porque Juan lo había presentado al pueblo como el Mesías y obligado a sus discípulos a seguir a Jesús. Pero cuando el rey Antipas, molesto por su popularidad, lo mandó a la cárcel, Juan entró en crisis porque se daba cuenta de que el Mesías no cortaba los árboles estériles, no quemaba la paja, dejaba en la cárcel al que había sido su precursor, no daba comienzo al juicio, que para él era la recompensa de los buenos y la condena de los malos (como si la salvación de Dios fuera un premio y no un regalo inmerecido).

El Reino de Dios que él predicaba era un reino de justicia y solidaridad y esperaba que fuera triunfal e inmediato, aplastando toda oposición. La figura de Jesús como un Mesías humilde y pobre lo desconcertó; le parecía que todo seguía igual.
Pero con su reconocida honestidad recurrió al mismo Jesús, que le explicó cómo Dios lo había enviado no para castigar sino para perdonar, no para condenar sino para salvar, no para los justos y los sanos sino para los pecadores y los enfermos; que el Reino de Dios no se iba a imponer con la fuerza sino que iría creciendo lentamente.
Juan se preguntaba, como muchos lo hacen hoy también: “¿dónde está el poder de Dios?, ¿por qué no interviene haciendo justicia en este mundo?”, “¿por qué Dios permite tantos males?”.
Es que Dios respeta nuestra libertad y pide nuestra colaboración. Nos pide ser profetas y testigos del Reino con nuestra vida y testimonio, tal como lo fue también Juan (Mt 11,7-11).
Por su parte, Jesús nos da el ejemplo con sus obras y le contesta a Juan: “cuéntenle lo que ustedes oyen y ven” (Mt 11,4-5). La Palabra de Dios es eficaz pero pierde credibilidad si no está acompañada por el testimonio de la vida.
Hay un dicho que asevera: “lo que uno es, habla más fuerte de lo que dice”. El testigo es el que sabe tener una adecuación plena entre lo que dice y lo que hace; no se puede predicar el evangelio sin vivirlo.
La persona moderna ya no se conforma con discursos; necesita no solo oír sino ver.
Hay otro dicho que apunta a lo mismo: “El único evangelio que leerá la mayoría de la gente será tu propia conducta”. No basta declararse cristianos o católicos. Todos darán gloria al Padre cuando vean nuestras “buenas obras” (Mt 15,16).
La mayor defensa de la fe no se hace polemizando, sino presentando un Cristo vivo en nuestra vida. De los antiguos cristianos decían los paganos con admiración: “Miren cómo se aman”.
“Gritar a Cristo con la vida”,
decía el santo Charles de Foucauld en el desierto del Sahara, en medio de los beduinos musulmanes. La comparación evangélica de la sal (Lc 8,16-18)  se refiere justamente al testimonio silencioso del cristiano metido en el mundo, en su conducta diaria. También un poco de levadura metida en la masa es capaz de convertirla en pan para muchos (Mt 13,33). Aunque sea poca la cantidad de la levadura, lo que importa es la calidad.
La vida del cristiano que no tiene sabor a evangelio, no sirve para nada. No solo el mal es contagioso; también el bien lo es. Los cristianos inclusive son llamados a ser “luz” (Mt 15,14), sobre todo cuando el testimonio no es comprendido o advertido. El discípulo ha de reflejar la luz del Maestro, el único que “ilumina a este mundo” (Jn 8,12).

El cristiano no es simplemente alguien bueno y honesto; debe proclamar explícitamente a Jesús como su Salvador y Señor y transmitir el mensaje del evangelio. Ni la sal ni la luz existen para sí, sino para dar sabor a la comida e iluminar el camino a los viajeros. Para lograr eso necesariamente la sal debe perderse y desaparecer en la comida y la vela ha de quemarse para iluminar.