BIBLIA: ¡CONVIÉRTANSE!

Jesus hablando a la gente
Jesús nos trae una buena noticia: que Dios nos ama, no castiga, se alegra de perdonar (Lc 15,7).

En el segundo domingo de adviento escuchamos el grito del profeta Juan el Bautizador: ¡conviértanse! (Mt 3,1 ). Cuando hablamos de “conversión” enseguida pensamos en un cambio de religión (del Islam al Cristianismo, por ejemplo) o en el mejor de los casos al paso de una vida mala a una vida buena. Y este era el sentido que le daba Juan a la palabra. Predicaba el arrepentimiento de los pecados para recibir el perdón de Dios, y también el cambio de vida (=metanoia en griego) en vista del inminente juicio de Dios.

Ese cambio debía ser el resultado del esfuerzo humano y producir frutos de justicia. Bautizaba (=sumergía, en griego) en las aguas del río Jordán a los que acudían a él como para simbolizar un baño, una purificación espiritual profunda. Las autoridades religiosas lo cuestionaban porque según ellos el único lugar para recibir el perdón de Dios era el templo de Jerusalén.
Juan los amenazaba a ellos también con el castigo de Dios porque con ese pretexto se parecían a las víboras que quieren escaparse de un campo que se incendia (Mt 3,7).

Frente a un Juan amenazante, Jesús desde el comienzo se presenta como amigo de los pecadores y se pone en la cola junto a ellos para bautizarse. No venía como juez con el hacha puesta en la raíz de los árboles para erradicarlos. No traía la pala en sus manos para separar el trigo de la paja, que se destinaba al fuego.
Jesús quería unirse a todos los que buscan el perdón de Dios, aunque no necesitara del bautismo de Juan. Jesús igual que Juan predica la conversión, pero se trata de otra cosa radicalmente distinta.
Juan insistía en el esfuerzo y en los méritos personales para ganarse el favor de Dios; por eso no bautizaba a mujeres y niños, que eran considerados como débiles espiritualmente. La invitación de Jesús era otra: ”Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15).
Para Jesús la palabra “conversión” significa creer en Él y en su palabra. Jesús nos trae un “evangelio” (=buena noticia, en griego): consiste en que Dios nos ama, no castiga, se alegra de perdonar (Lc 15,7), nos da su Espíritu.

El amor de Dios no se puede conquistar ni merecer; no se basa sobre nuestros méritos porque es gratuito. El ser humano no puede levantarse y alcanzar la vida de Dios con sus obras. Dios envió a Jesús para buscar y levantar la oveja descarriada y herida, y salvarla; sin él se moriría. Su amor es totalmente desinteresado y fiel a pesar de nuestros pecados.
Jesús no niega que para responder a ese amor haya que arrepentirse, purificarse y renovarse según Él nos enseña; pero no por miedo al castigo de Dios sino porque amor con amor se paga. Tampoco niega el juicio de Dios, pero la misericordia triunfa sobre el juicio. Este, además, no es inminente.
Jesús no quiere imponerse con la fuerza; en distintas parábolas explica cómo el Reino de Dios es como una semilla que crece lentamente. La conversión por lo tanto no es lo que hacemos nosotros para Dios, sino en creer lo que hace Dios por nosotros y confiar en Él. Consiste en el encuentro con Jesús, su cercanía y seguimiento.
Cuando se habla de la “segunda venida” o la “vuelta” de Cristo en los últimos tiempos, hay que recordar que no se puede hablar de la vuelta de Jesús cuando Él no se ha ido. Porque Él siempre está presente (Mt 28,20) y lo podemos encontrar.

En la primera Iglesia la conversión a Cristo y el cambio de vida precedían el Bautismo; hoy tenemos una gran multitud de bautizados, quizás también practicantes (que creen que el Evangelio es solo cuestión de ir a misa y celebrar sacramentos), pero que necesitan convertirse, porque la fe en Jesús no tiene ningún peso en su vida.
Jesús les dice a los discípulos de Juan, que ayunaban, que Él ha venido a traer “vino nuevo” (Lc 5,37-39), es decir, la alegría del amor y el perdón de Dios. Este vino nuevo resultaba fuerte para quienes tenían el paladar acostumbrado a alimentarse de la ley y la tradición. El mensaje de Jesús no era un “remiendo” de la religión judía, sino un “vestido nuevo” (Lc 5,36).
Es un anuncio nuevo, inesperado, de misericordia y esperanza para toda la humanidad.

                                                                                         Primo Corbelli