
Hace más de medio siglo, sesenta años exactamente, el 11 de octubre de 1962 un largo desfile (de más de un kilómetro), de cardenales, obispos, superiores religiosos y clérigos cruzaba la plaza de San Pedro en el Vaticano con sus vestimentas de gala. El desfile se interrumpió cuando el papa Juan XXIII, que era llevado en la silla “gestatoria” por arriba de los demás, quiso descender y continuó caminando hacia la basílica junto a obispos y fieles.
El Papa Angelo Roncalli era un anciano que había sido elegido a los 77 años como sucesor de Pio XII, porque se lo consideraba un hombre de transición después de un luminoso e histórico pontificado. No se esperaba nada de este Papa de origen campesino. Sin embargo, tres meses después de la muerte de Pio XII, imprevistamente convocó en 1959 a un Concilio Ecuménico (= universal). Lo hizo frente a 17 cardenales de curia que quedaron sin palabras.
Escribió el mismo papa Juan: “esperaba una reacción gozosa y solidaria, pero hubo un impresionante y devoto silencio”. El papa Juan conocía el talante conservador de la curia romana y solo se consultó con su secretario de estado, cardenal Domenico Tardini, que lo apoyó por ser “una gran idea”.
El nuevo Papa era un hombre simple y bondadoso, hasta humorista; no era teólogo, pero estudioso de la historia de la Iglesia y había sido diplomático en distintos países, valorando la nueva teología que surgía sobre todo en Francia. Hasta aquel entonces la Iglesia era como una ciudad encerrada en sí misma que condenaba al mundo moderno y soñaba con reconstruir la Cristiandad, la sociedad cristiana de los tiempos pasados.
ABRIR LAS VENTANAS
El papa Juan constataba y sufría por la brecha enorme que había entre la Iglesia y el mundo contemporáneo que no solo tenía sombras sino también logros positivos. Quería que entrara “un poco de aire fresco en la Iglesia”, “abrir las ventanas para que la Iglesia pueda ver lo que sucede afuera y los fieles lo que sucede adentro”. “La Iglesia no es un museo de arqueología”, decía. Soñaba con una Iglesia “madre amorosa de todos, benigna, paciente, llena de misericordia”.
Además había que completar el Concilio Vaticano I de 1870 que había sido interrumpido bruscamente por la guerra franco-prusiana. Pero después de casi cien años, el mundo había cambiado y el Papa con gran audacia quiso celebrar un concilio “nuevo”; el vigésimo primero de la serie. La preparación duró tres años. El Papa quería un Concilio más práctico que dogmático, más pastoral que doctrinal, con normas más que con definiciones. Quería “aggiornare” (palabra italiana que significa “poner al día”) la Iglesia frente al mundo moderno. En definitiva debía ser un Concilio sobre la Iglesia, hacia adentro y hacia fuera. No debía condenar a nadie. Pedía “evitar el tono demasiado duro de algunos documentos vaticanos, el lenguaje demasiado técnico, los textos demasiado largos y el exceso de notas”. El Papa pensaba en un Concilio de corta duración, de unos meses; en realidad duró hasta fines de 1965 porque el encuentro de tantos obispos de todo el mundo hizo que se acumularan los temas y las discusiones. Participaron 2.450 obispos: 935 obispos europeos, 407 de América Latina y el Caribe, 325 norteamericanos, 290 asiáticos, 273 africanos, 63 de Oceanía; nunca se habían reunido tantos obispos y de tantos países. De Argentina participaron 68 y de Uruguay 14. Solo faltaron los obispos de algunos países de régimen comunista. Se hablaba en latín; la excepción se dio tan solo con el patriarca melquita de Antioquía Máximo IV que hablaba en francés y un obispo norteamericano que no entendía el latín. Por aquel entonces hasta la misa se rezaba en latín y la gente no entendía nada (rezaba el rosario). Como aula conciliar tuvo que usarse y adaptarse la misma basílica de san Pedro.
Además de cantidad de teólogos y expertos, participaron por primera vez observadores de Iglesias cristianas no católicas (inclusive los ortodoxos de Moscú). Entre obispos, peritos, auditores y observadores participaron en el Concilio unas 3.500 personas. Solo al final del Concilio se admitieron fieles laicos como oyentes sin voz ni voto, inclusive mujeres (10 religiosas). El Papa Juan intervino muy pocas veces (“en un Concilio todos somos novicios”, decía) pero seguía y escuchaba los debates desde su habitación con un circuito cerrado de televisión.
Cinco meses después del anuncio del Concilio, se consultó a todos los obispos del mundo sobre los temas a tratar y la preparación del Concilio duró tres años. En aquel entonces la Iglesia era considerada como una inmensa diócesis con un solo obispo, el Papa, reduciendo a los obispos a la categoría de sacristanes de lujo. Ahora el Papa les devolvía la palabra, con absoluta libertad de hablar. Además en el mismo mes de octubre de 1962 en el que se inauguró el Concilio, estalló el conflicto internacional entre Rusia y Estados Unidos por los misiles nucleares rusos apuntando desde Cuba hacia Estados Unidos. El Papa Juan medió en el conflicto y logró negociaciones pacíficas entre Kruschev y Kennedy, evitando una posible guerra nuclear.
LA INAUGURACIÓN
La ceremonia de inauguración del Concilio duró más de tres horas. Ese primer día terminó por la noche con el famoso “discurso de la luna” cuando el Papa desde la ventana habló a 400 mil personas que habían acudido con sus antorchas, diciendo: ”Miren, hasta la luna se ha asomado a este hermoso espectáculo que ni la basílica de san Pedro en sus 400 años de historia jamás ha conocido”. Se había repetido con las antorchas lo que se había hecho en la ciudad de Éfeso después del Concilio en el año 431. Después el Papa añadió: “Cuando vuelvan a sus casas, encontrarán a sus niños pequeños. Háganles una caricia y díganles: esta es la caricia del Papa”. Al decir esto, en la plaza de san Pedro estalló uno de los más cálidos y prolongados aplausos que la plaza haya conocido.
Al día siguiente hubo el discurso papal de apertura del Concilio. Si el Concilio fue llevado a cabo por Pablo VI, sin embargo sus objetivos fundamentales y su espíritu, que se mantuvieron siempre, los fijó el Papa Juan con ese discurso, escrito personalmente por él mismo. Lamentaba que “muchos cristianos sigan manteniendo una postura de ruptura con el mundo moderno donde no habría más que prevaricación y ruinas. No podemos estar de acuerdo con estos profetas de calamidades, como si estuviera por llegar el fin del mundo. No es cierto que nuestro tiempo haya empeorado en comparación con los tiempos pasados, como si nada hubiéramos aprendido de la historia”. Después de estas palabras esperanzadoras, explicaba que “una cosa es la sustancia de la doctrina tradicional y otra su formulación, su revestimiento que debe adaptarse a cada época. Se trata de profundizar la doctrina y actualizar el modo de exponerla. Hoy la Iglesia prefiere usar la medicina de la misericordia y no la de la severidad; prefiere mostrar la validez de su doctrina, más que condenar”.
POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
El Papa, que por sugerencia del cardenal Agustín Bea, un jesuita alemán y gran biblista, había invitado a observadores protestantes al Concilio, también comprometió a todos a trabajar por la unidad de los cristianos “que Jesús invocó con ardiente plegaria al Padre”. Estableció para eso una comisión para la Unidad de los Cristianos con Bea a la cabeza. Además de fomentar la misa en idioma vernáculo y promover la participación de los laicos, eliminó de la liturgia la palabra “pérfidos judíos” que se usaba en una de las oraciones de Semana Santa. Impulsó el compromiso por la justicia social de los cristianos con la encíclica “Mater et Magistra” y por la paz con la “Pacem in terris”. Sea el Concilio como estos dos documentos tuvieron una repercusión mundial y fueron citados y comentados en los principales diarios del mundo.
Sin embargo, igual que Moisés que no llegó a ver la tierra prometida, tampoco el papa Juan llegó a ver la conclusión y el impacto extraordinario del Concilio. Debido a un cáncer al estómago murió el 3 de junio de 1963. Pero en el lecho de muerte nos dejó estas memorables palabras, casi un testamento: “Hoy más que nunca estamos llamados a servir al hombre en cuanto tal y no solo a los católicos, a defender los derechos de la persona humana y no tan solo los derechos de la Iglesia Católica. Ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de aprovechar la oportunidad y mirar lejos. No es el evangelio que cambia; somos nosotros los que lo comprendemos mejor”.
El Concilio prosiguió, pero se fue dividiendo en dos bloques con una minoría de tradicionalistas que querían condenar los errores modernos y restablecer la disciplina y la mayoría que quería llevar adelante el proyecto de Juan XXIII. Esta división sigue presente aún hoy mientras el papa Francisco, a pesar de la persistente oposición minoritaria, busca aplicar en su amplitud el Concilio. También es cierto que “ninguna gran revolución se lleva a cabo de la noche a la mañana” (Faus); y por eso Francisco ha declarado: “El Concilio no ha sido aún plenamente comprendido, vivido y aplicado”.
“¿NOS FALTA CORAJE?”
Sin embargo, el fallecido cardenal Carlo Maria Martini, que en aquel tiempo no era aún obispo y por lo tanto no participó del Concilio, declaró en 1997 siendo presidente de los obispos europeos: ”Hace falta un nuevo Concilio para reflexionar sobre las reformas pendientes y las que han sido congeladas”. Al mismo cardenal de Milán antes de morir se le escapó este lamento: “la Iglesia está atrasada en 200 años. En Europa y Estados Unidos está cansada; nuestra cultura se ha envejecido, nuestros templos son grandes pero nuestras casas religiosas están vacías. ¿Nos falta coraje?”.
El papa Francisco recogió el guante inaugurando una nueva fase de la recepción del Concilio con un amplio proceso sinodal que busca concretar una Iglesia Pueblo de Dios dialogante, atenta a los signos de los tiempos , al servicio del Reino de Dios. Parecería que muchos no han entendido la importancia de este proceso; por eso Francisco estableció que el Sínodo de Obispos sobre sinodalidad tendrá dos sesiones: una del 4 al 29 de octubre del año próximo y la otra en octubre de 2024.
El papa Juan había dicho también: “La Iglesia es la casa de todos, pero especialmente de los pobres” y el obispo latinoamericano Helder Cámara se preguntaba al terminar el Concilio: “¿Seguiremos ahora transcurriendo el tiempo en discusiones sobre los problemas internos de la Iglesia, cuando los dos tercios de la humanidad padecen hambre?”.
También este desafío fue recogido por el papa Francisco con su constante compromiso social, sus dos grandes encíclicas (Laudato si, Fratelli tutti) y la propuesta universal de la opción preferencial por los pobres.
Primo Corbelli
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