UNA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

p. Primo Corbelli

pintura de la asuncion de Maria

No soy de los que publican sus experiencias espirituales íntimas, pero en este caso siento la necesidad y el deber de proclamar con María todo lo que ha hecho el Señor por mí. Yo había llegado a los ochenta, pero mi vida seguía igual que siempre, aún con sus límites. Vivía en la parroquia de Villa Celina (Buenos Aires) adonde había llegado por primera vez 59 años atrás, recién ordenado y con 27 años. Del puerto de Génova (Italia) empleamos 17 días de barco; éramos  cuarenta curas, que venían para América Latina con el empuje del Concilio y de noche cantábamos para todos los cantos de la montaña. Llegué a Buenos Aires para la fiesta de la Inmaculada…

A Ella consagré mi vida misionera. Efectivamente, Ella me acompañó a todos lados. Todas las parroquias donde fui  párroco eran consagradas a Ella: Nuestra Señora de la Guardia, la Medalla Milagrosa, Nuestra Señora de Lourdes, de Guadalupe… Todos los sábados por la mañana subía al camarín de la Virgen del santuario de Pompeya para encomendarme a ella y encenderle una vela. Le tenía gran cariño a Ella porque yo había sido bautizado a los pies de la imagen de Nuestra Señora de Pompeya, en la humilde capilla de mi pueblo en plena campaña padana al pie de una colina.
Mi primer encuentro con los Dehonianos fue precoz: el p. Erminio Crippa, fundador del Villaggio del Fanciullo (=aldea del niño) de Bologna, visitaba mi familia y nos sacaba fotos a los chicos para enviarlas a Norteamérica y mostrar la situación de los desnutridos y sin zapatos de la posguerra.
De cura, toda mi vida trabajé en barrios periféricos, marginales, ya sea en Argentina como en Uruguay, priorizando la formación de los laicos y de comunidades vivas. Me había enamorado de Argentina y cuando fui trasladado a Uruguay, lloré a escondidas en el viejo “Vapor de la carrera”. No pensaba hacer grandes obras sociales, sino estar cerca de la gente pobre y vivir como ellos y con ellos. Quería estar cerca, ya sea en las villas como en los cantegriles, de los olvidados y crucificados de hoy, como María que “estaba” al pie de la cruz para acompañar a Jesús. Todo lo hacía con gran entusiasmo motivado por el Corazón manso, humilde y solidario de Jesús. Pero en el fondo tenía el espíritu del conquistador de almas, del líder social, del impulsor de un apostolado misionero cuyos frutos se verían en el futuro, gracias a mi trabajo y méritos.
Pero a un cierto punto de mi vida me di cuenta que después de haber trabajado noches y noches sin descanso, la barca no se había llenado de peces. Hasta que llegó el día en que el Señor me derrumbó del caballo de mi orgullo, haciéndome entender que solo Él atraía a los peces. Él me había elegido, no yo a Él; Él era el protagonista. Que la fecundidad espiritual no dependía de la cantidad de mi trabajo y esfuerzos. Él era el pastor de las ovejas y yo un simple empleado… 

Al caerse del caballo, Pablo tuvo que dejarse llevar por los demás y por otros caminos. El Señor ahora me ha reducido a mí también a depender en todo de los demás y a verme rodeado de personas que fueron grandes apóstoles en el pasado y ahora se pasean temblando con el andador y se les sirve la sopa en la boca. Dios me ha pillado improvisamente. A mí que toda la vida recorrí cientos de kilómetros en bicicleta, ahora me toca otra vez aprender a caminar.
Mis colegas actuales son obispos, profesores, párrocos, antiguos luchadores sociales que son como supervivientes de una guerra, pero apaciguados con la vida y que viven como en un ermitorio, atentos sin embargo a las noticias de la Iglesia y del mundo. Donde vivo es una antigua casona en la que con dificultad entra la luz del sol. El silencio de noche es impresionante, roto tan solo por el carretear de los camilleros.
Esta crisis que llega después de los entusiasmos de la juventud, es un segundo llamado (porque Jesús nunca nos rechaza); es una crisis dolorosa pero espiritualmente benéfica. Es en este contexto que yo he  vivido mis últimos años. Lo más importante no es trabajar con Jesús para el Reino, sino que Jesús trabaje en nosotros, a través de nosotros; no solo estamos llamados a trabajar con Jesús, sino a orar y sufrir con Jesús para  el Reino.
Aprendí que el más pequeño acto cotidiano hecho por amor y ofrecido a Dios tiene un enorme valor. Jesús no rechazó esos pocos panes y peces que tenían en el desierto: los bendijo y se hizo posible la multiplicación de los panes. En el Ofertorio de la Misa, esa única gota de agua que el sacerdote echa en el cáliz representa nuestro pequeño aporte al Sacrificio de Jesús; se mezcla después y transforma en la misma sangre de Cristo.

Lo que me ha pasado recientemente es una desgracia, que no auguro a nadie, pero que me ha ayudado a vivir la vida, en la buena y en la mala, como una ofrenda agradable al Padre.
El p. Dehon enseñaba que nuestra vida debía ser eucarística en unión a la ofrenda de Jesús en la Eucaristía, como una “misa continuada”. Mi oración en las larguísimas horas sin dormir (mirando constantemente el reloj) era: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (en espíritu de abandono y confianza); y la otra: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad”. Dios no castiga a nadie y lo dispone todo para nuestro bien, dice san Pablo y yo creo en eso (aunque se trate de caminos imprevistos).

En esas largas y extenuantes jornadas y noches, cansado de las banalidades de la TV, recorría mi vida pasada para recordar y agradecer todo lo que Dios había hecho por mí. Soy sacerdote gracias a mis padres, recordando el rosario de todas las noches con mi padre quebrado por el duro trabajo del campo, gracias a mis profesores y maestros, a tantas personas que me han ayudado y tenido paciencia. En el momento uno no advierte el paso de Dios en su vida. Hasta Moisés solo reconoció a Dios después de que había pasado, de espaldas.
El p. Dehon nos enseñó también a hacerlo todo “en espíritu de reparación”. Ya en su tiempo la Iglesia estaba enferma, pero hoy  está sacudida por una serie de escándalos interminables. El verdadero y único reparador de estos pecados es Jesús, pero Él pide nuestra colaboración. He rezado entonces por la Iglesia, el Papa, las vocaciones, nuestras comunidades cristianas y traté de llevar la cruz con Jesús. Mirando al Corazón Traspasado de Cristo, pensaba y rezaba por todos los traspasados de la tierra, víctimas inocentes de la guerra, la violencia, el hambre, la explotación, la soledad y el olvido.
He visto que en realidad mi enfermedad (con sus hematomas, dolores en todo el cuerpo y las largas estancias en la cama noche y día) no era la peor desgracia. Me sentí rodeado de la inestimable y cariñosa ayuda de mis cohermanos, de las oraciones de  de mi parroquia actual, de ustedes amigos del Uruguay (redactores y lectores de Umbrales), de la bondad de los enfermeros y médicos (uno descubre cuánto bien hay en el mundo y que no se conoce).
La verdadera desgracia es la soledad, sentirse abandonados, solos, tragándose un dolor sin sentido, ahogados en la amargura, sin esperanza, añorando los días soleados del pasado y desperdiciando el presente. Lo mío, según los doctores, ha sido un milagro rodando por varios escalones cabeza abajo, y sin perder el conocimiento. Yo creo que ha sido la mano de la Virgen que me protegió la cabeza.
Después me trasladaron de la clínica San Camilo al Hogar Sacerdotal de Buenos Aires. No había lugar (ya había 40 curas); pero a último momento se abrió una puerta. Era Ella, a la que siempre llamo y la seguiré llamando “puerta del cielo” (ianua coeli,en latín) porque espero que será Ella personalmente que también me abrirá la última puerta.
Le rezo a Ella todo el día y todos los días (sin desgranar rosarios) para que se haga cargo  de lo que ahora ya no puedo hacer. Quisiera que mis últimas palabras en la “hora” a venir, fueran para Ella. María es una madre y seguramente tiene una predilección especial por los sacerdotes de su Hijo. No soy ningún beato, pero al final, la que todos han llamado “una desgracia con suerte” se ha transformado en una experiencia espiritual que me compromete para el futuro a ser más fiel al Señor.

Hay un refrán que dice: “Cuanto más oscura es la noche, más relucen las estrellas”. Así ha sido. Quisiera volver a la actividad pastoral y quizás Dios me dé otra oportunidad. Mi recuperación no ha terminado y es dificultosa; por eso vuelvo a pedir oraciones, que yo trataré de retribuir todos los días. Un abrazo para todos.

p. Primo Corbelli

HOGAR SACERDOTAL (Bs. As.) 19-6-22