Dr. Pablo Guerra
¿Yo soy capaz de detenerme y mirar en la cara,
mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?”
(Papa Francisco)

Hace unos pocos días comenzaba a divulgarse por las redes la foto de un cartel en el que las autoridades de una Terminal de buses indican la prohibición de la mendicidad. Como veremos, dicha prohibición es un asunto de larga data y su tratamiento tanto social como normativo ha respondido siempre a las diferentes sensibilidades de cada época. En la actual, por ejemplo, parece de muy mal gusto publicar un cartel de esas características. Prohibir una conducta que en buena parte puede entenderse como una estrategia de supervivencia para hacer frente a injusticias sociales como la pobreza y el desempleo, parece esconder en el fondo un aire reaccionario, una suerte de aporofobia desconectada de una lectura más humana de los asuntos estructurales que segmentan nuestras sociedades y territorios.
Saber distinguir al parásito que vive de los demás (estas expresiones se encuentran en la literatura desde hace más de dos mil quinientos años) del desempleado, del desesperado por alimentarse, del arrebatado de sus derechos o incluso de quien es víctima de las adicciones, supone un avance social y una condición para hacer frente a este drama con una gama de instrumentos: educación, vivienda, trabajo, salud, transferencias monetarias, alimentos… la lista es larga (y necesaria).
Pero para llegar a esta sensibilidad, debió pasar mucha agua debajo del puente. Efectivamente, la visión del mendigo como víctima de la sociedad, es reciente. Mientras que en la antigüedad el mendigo era perseguido por razones morales (se esperaba de los adultos hábiles que trabajaran para no convertirse en una carga para la comunidad), en los preámbulos de la modernidad lo fue por razones administrativas (véase la Settlement Act de 1662 en Inglaterra) y en la modernidad por razones económicas (el mendigo representaba la antítesis del sujeto funcional a los intereses economicistas).
Uruguay no ha estado ajeno a estos cambios de época. En la transición de lo que Barrán denominó el pasaje del país bárbaro al país civilizado, hubo también un cambio de orientación respecto al tratamiento de la mendicidad, por ejemplo, persiguiendo al gaucho por improductivo en momentos en los que se necesitaban trabajadores dispuestos a vender su fuerza de trabajo en el marco de una relación laboral “moderna”.
De hecho, en este país tuvimos nuestro propio sistema de workhouses (dispositivo ideado por la Corona Británica en el marco de la denominada II Ley de Pobres). Poco sabido es que en 1860 el Presidente Berro inaugura el “Asilo de los Mendigos” en ese magnífico edificio que hoy ocupa el Hospital Pasteur y que entonces contaba con un solo piso. Fue diseñado y construido por el gobierno de Oribe en plena Guerra Grande sirviendo primero como Academia de Jurisprudencia para pasar luego a funcionar como cárcel. La idea de un asilo respondía a la necesidad de hacer frente a los problemas de mendicidad generados por tiempos difíciles de hambre, pestes y guerra. Corría noviembre de 1858 cuando el Poder Legislativo le crea por Ley:
“Con el fin social de extirpar la mendicidad callejera y hacer efectivas las aspiraciones de la Comisión de Señoras de Beneficencia Pública y de la Junta Económico Administrativa… se comunica a quien corresponda, que debe entregarse la parte norte del Edificio del colegio ocupada por dependencias policiales y una Cárcel” (Gil et alt, 1993: 20).
Surge de las crónicas de la época, que eran unas veinte las personas allí hospedadas. La mayoría tenía un claro perfil: se trataba de viejos libertos que ya no podían vivir en las familias de sus patrones y carecían de propiedades. Resulta interesante el hecho que el Asilo proveía de tabaco y todos los domingos servía vino a sus comensales. A los efectos de evitar las fugas para seguir ejerciendo la mendicidad, en caso de ser detenidos se les confinaba nuevamente, pero esta vez bajo la pena de no recibir ni tabaco ni vino.
Como se desprende de los edictos policiales de la época, los “muchachos vagos” debían ser conducidos a sus padres y en caso de reincidencia, ser “colocados en un taller de artes y oficios” (de hecho, nuestra Escuela de Artes y Oficios es creada en 1879 durante la dictadura de Latorre y a cargo del Ministerio de Guerra y Marina, siendo sus primeros alumnos provistos por la policía entre varios niños entonces tipificados como “incorregibles”). Para los adultos pesaba la pena de vagabundeo (prohibición de mendicidad en las calles) y conducción al Asilo por parte de las policía. Si bien hubo discrepancias con estas medidas en nombre de las libertades, lo cierto es que primó la postura del encierro (Acevedo, 1923: 372).
No fue sino hacia 1867, con el ingreso de las Hermanas Vicentinas que el Asilo comenzó a comportarse con más caridad asistencial. Sin embargo en 1868 la epidemia de cólera arrasa con funcionarios y asilados. Un nuevo brote de fiebre amarrila en 1875 precedido de la ocupación por parte de Timoteo Aparicio (1870) haría de éste algo más que un asilo para mendigos. Es así que comienzan nuevas obras para lo que entonces pasaría a ser un “Asilo de Mendigos, crónicos e inválidos”. Será sobre principios del S. XX que comienza un proceso de transición que lentamente le va conviretiendo en hospital. La sobrepoblación (más de 500 internados) obligaría a nuevas reconfiguraciones que dan lugar al Hospital Pasteur. Mientras tanto, en 1922 lo que quedaba de asilo para mendigos se traslada a las instalaciones de lo que hoy es el Hospital Geriátrico Luis Piñeyro del Campo.
Un nuevo hito ocurre en 1941 cuando se aprueba la Ley 10071. En los prolegómenos de ese desarrollo que le valdría la denominación de la Suiza de América, el legislador reúne en un mismo texto a vagos, mendigos, ebrios, toxicómanos, proxenetas y personas “de mal vivir” de quienes -se dice- “podrán ser declarados en estado peligroso”.
Probablemente las autoridades actuales que colocaron el cartel en cuestión, se sientan respaldados por este texto o quizá por la más actual Ley de Faltas que establece la figura de la mendicidad abusiva.
Aún así, parece un despropósito. Algún día me gustaría leer en esos mismos sitios, cartelería que prohiba el desempleo, la pobreza y la situación de calle, en un país en el que justamente todos/as podamos contar con trabajo, con ingresos y con vivienda digna. Y si de sueños se trata, sería bueno colocar un cartel que prohiba la riqueza en exceso, la propiedad sin límites o la explotación del prójimo. Mientras tanto, seguimos contando cada vez con más pobres a quienes preferimos evitar y no mirar a los ojos como nos pide Francisco. Una mirada que nos despierte vocación genuina para la transformación con sentido de justicia social.
p.d. El INE acaba de publicar sus datos oficiales de pobreza en el país. El 10.6% de nuestros compatriotas vive en la pobreza. En el registro anterior a la pandemia (2019) era del 8.8%.
REFERENCIAS
Acevedo, Eduardo (1923). Historia del Uruguay, Tomo V, Montevideo, Imprenta Nacional.
Gil, Juan Ignacio et alt (1993). “Historia del Hospital Pasteur de Héctor Brazeiro Diez”, Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina, en www.smu.org.uy/dpmc/hmed/historia/instituciones/hist_hp.pdf (Recuperado 31/3/2022).
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