Catequesis de adultos

CUARESMA: EL CAMINO DE LAS BIENAVENTURANZAS

una señal de transito que es la paloma de la paz, en fondo violeta. el camino rural tiene una cruz dibujada

Cuaresma significa “cuarenta días” (del latín= dies quadragesima), pero no una cuarentena de aislamiento y penitencia como en la pandemia; por el contrario se trata de un recorrido que nos lleva al encuentro gozoso de Jesús Resucitado. La Cuaresma, la vida misma, es un largo camino en el cual de a poco vamos entendiendo que la “conversión” no es cuestión de voluntarismo, sino de abrirnos al amor de Dios que nos quiere felices.

Se asocia muchas veces la Cuaresma con tristeza, sacrificio, renuncia.., mientras en realidad se trata de emprender resolutamente el camino de las Bienaventuranzas, que son el corazón del Evangelio y llevan a la verdadera felicidad. Muchos confunden las bienaventuranzas con las bendiciones divinas o la vida del más allá.
Jesús felicitó a los que emprenden este camino porque es el camino, ya en esta vida, de la verdadera realización humana. La palabra “bienaventurados” (del griego “makarios”) se traduce como “dichosos” o “felices”. Jesús garantiza ese destino de dicha y paz a quienes cumplan con su proyecto de vida, que en los evangelios desarrollan Mateo del capítulo 5 al 7 y Lucas en 6,17-49.
Cumpliendo con el proyecto de Jesús, progresivamente uno adquirirá esa felicidad hasta que esta se vea plenamente realizada y definitiva, más allá de esta vida. Jesús nos enseña cómo debemos vivir para ser dichosos. ¿Pero puede Jesús presentar felices a los pobres, a los hambrientos, a los perseguidos?
Estas bienaventuranzas rompen con el esquema común de felicidad. No son evidentes a primera vista. Por otra parte, Jesús no nos pide escoger entre los bienes presentes y los del más allá, sino entre los bienes verdaderos y falsos, ya en esta tierra. Es una felicidad para hoy, aunque no en forma plena.
La vida cristiana exige esfuerzo como todas las causas nobles y es una puerta estrecha, pero en vista de una vida hermosa y fecunda. El gran ideal de Jesús es el amor, y el amor da un sentido pleno a la vida.
Obviamente estas bienaventuranzas proclamadas en una sociedad violenta e injusta como la de hoy y para todos, escandalizan y encuentran oposición. Para comprender en profundidad las Bienaventuranzas evangélicas, hay que entender antes que nada que hay dos versiones de las mismas: la de Mateo (5,1-12) y la de Lucas (6,20-26). No son contrapuestas sino que se complementan; pero son muy distintas e igualmente importantes.

LAS BIENAVENTURANZAS DE LUCAS

Las de Lucas son anteriores a las de Mateo y son dirigidas a los desgraciados de este mundo, a los pobres a secas, a los explotados y oprimidos, a los inocentes que sufren, porque Dios está de su lado y les va a hacer justicia.
Si Jesús llama felices a los que ahora lloran, están afligidos y tienen hambre no significa que Jesús predique la resignación; les dice que cambiará su situación mientras avance el Reino de Dios.
Estas bienaventuranzas reflejan la “buena noticia anunciada a los pobres” del discurso de Jesús en Nazaret (Lc 4,18). Se trata de la llegada del Reino de Dios preanunciada por Isaías, que traerá la liberación de todos los oprimidos.
Los signos del Reino de Dios , según las mismas palabras de Jesús a Juan el Bautista, se dan cuando “los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los leprosos son curados, los muertos resucitan” (Lc 7,22). Es lo que la Iglesia entiende hoy como “opción preferencial por los pobres”. Es una opción por la justicia y la solidaridad con los excluidos.
Dios privilegia a ellos no porque sean buenos, religiosos o merecedores de su ayuda, sino porque se compadece de su sufrimiento. Hay un preludio de estas bienaventuranzas en el cántico de María en la casa de Isabel (Lc 1,46-55). Dios no es neutral frente a la injusticia y al mal. En la Biblia el rey mesiánico es el protector del débil y oprimido, del huérfano y de la viuda, del extranjero y del pobre.
Esto no significa que también los pobres no deban convertirse para entrar en el Reino de Dios, tan solo por el hecho de ser pobres. Significa un amor totalmente gratuito de parte de Dios hacia los desdichados, buenos o malos; amor que Él nos quiere transmitir a nosotros también.
Detrás de todo esto, está el proyecto de Dios de un mundo de justicia, dignidad y equidad para todos. La vida de Jesús demuestra a las claras su predilección y cariño para con los enfermos, los leprosos, las mujeres y los niños, los pecadores públicos y todos los marginados de la sociedad. Él mismo se identificó con ellos (Mt 25,31-46) y ellos nos juzgarán.
La opción por los pobres y hambrientos será el criterio básico del juicio universal para esta sociedad donde millones de personas sufren y mueren de hambre. Casi mil millones de personas se acuestan sin haber comido lo suficiente hoy y no se castiga a nadie por este delito; porque de eso, somos un poco todos responsables.
Estos hambrientos serán saciados, a medida que llegue el Reino de Dios. Serán saciados como en la multiplicación de los panes, en la medida que sepamos compartir el pan nuestro de cada día con ellos. Hay un pecado social, estructural, en nuestra sociedad que exalta el poseer y no el compartir, la competencia y no la solidaridad, el éxito y no el servicio. Optar por los pobres significa acercarse a ellos y por eso Jesús se hizo pobre. No poseía una casa propia, ni dinero, ni una tumba. No buscó la pobreza por la pobreza. Quiso ser solidario con los pobres, en contra de esa situación de pobreza y miseria; y lo mismo pidió a sus discípulos.
La Iglesia también ha de ser pobre para y con los pobres. Felices los que practican la profecía y son perseguidos por sus denuncias, por su estilo de vida, por estar al lado de las víctimas en nombre de Cristo, porque “recibirán una gran recompensa en el cielo” (Lc 6,23).

¡POBRES DE USTEDES LOS RICOS!

En Lucas, Jesús después de haber felicitado a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son perseguidos a causa del Evangelio, sale en unas lamentaciones o advertencias para los ricos, los satisfechos, los que se dan a la gran vida, los ambiciosos en busca de honores y gloria.
No son maldiciones, porque Jesús no maldice ni condena a nadie; por el contrario, son un signo del amor de Dios también para estas personas. Les advierte que la riqueza, el poder y la fama son un peligro. Hay que cuidarse porque la riqueza produce ceguera, miopía, nos impide ver la realidad (por eso el papa Francisco insiste en que la realidad se ve mejor desde las periferias) y sobre todo nos impide reconocer los verdaderos valores de la vida.
Fácilmente el dinero se transforma en ídolo, es decir en un falso dios, en el cual se pone toda la confianza. El dinero es un buen servidor pero un pésimo dueño.
Jesús propone una comparación hasta humorística: “es más fácil que un camello (el animal más grande) pase por el ojo de una aguja (el agujero más chico) que un rico entre en el Reino de Dios” (Lc 18,25).
Es prácticamente imposible; ni Jesús lo consiguió con el joven rico. Evidentemente se habla de ricos egoístas. La riqueza en si no es mala si es fruto de un trabajo honesto; lo malo es “acumular solo para sí” (Lc 12,21) y enriquecerse explotando o robando a los demás. La Iglesia en el pasado siempre ayudó a los pobres con la plata de los ricos, pero sin cuestionar la riqueza mal habida.
El único camino de salvación para los ricos es hacerse amigos de los pobres como Zaqueo, compartiendo los propios bienes con los necesitados; en la actualidad, creando fuentes de trabajo y cumpliendo con la justicia social.
Cristo no pide propiamente la renuncia de los bienes, sino la justa distribución de los bienes. El ideal de Jesús que hay detrás de las bienaventuranzas de Lucas, no es un ideal de pobreza o indigencia ni de excesiva opulencia; ambas son deshumanizantes y fuente de injusticia.
Las bienaventuranzas de Lucas son una invitación a la justicia y a la equidad, a la solidaridad, a luchar para que a nadie le falte lo necesario; a denunciar el despilfarro y el consumismo, a ciertos lujos y necesidades superfluas.
Algunos se sienten defraudados porque Jesús no habla de reformar las estructuras de la sociedad. Por un lado hay que recordar que en aquel tiempo los hombres todavía no tenían conciencia de la necesidad de cambiar las estructuras injustas y por otro lado, Jesús insiste siempre y sobre todo en lo esencial, en lo primero; es decir en la raíz de todos los males que está en las personas, las que deben reformarse primero a sí mismas. El gran mandamiento de Jesús es la caridad, el amor al prójimo, la justicia, la lucha para un mundo en que “no haya ningún necesitado” (He 4,34). Dios quiere a todos, pero si su amor a los pobres es indulgente, su amor a los ricos es exigente.

LAS BIENAVENTURANZAS DE MATEO

Mateo subraya las disposiciones interiores para entrar en el Reino. Lucas nos dice quienes pueden considerarse dichosos por ser los privilegiados de Dios, para que todos nos pongamos a su servicio. Mateo nos explica cómo tenemos que vivir para ser dichosos.
La simple pobreza, como también el dolor y el sufrimiento no son de por sí el camino a la felicidad; todo lo contrario. Cristo no amó el sufrimiento sino a nosotros; no nos redimió por el sufrimiento, sino por su amor manifestado a lo largo de su vida y en la cruz. Mientras Lucas se dirige a una comunidad cristiana helenista, en un mundo donde los pobres eran despreciados y discriminados, Mateo hace una catequesis dirigida a una comunidad cristiana judía que ya a través del Antiguo Testamento conoce que hay que amar y ayudar al pobre, a la viuda, al huérfano, al extranjero.
Mateo presenta un programa de vida cristiana que incluye la opción por los pobres de Lucas, pero va más allá. Es un programa aparentemente utópico, pero que es posible para todo discípulo de Jesús, el cual dijo: “aprendan de mí” (Mt 11,29).
Jesús, hombre igual que nosotros, fue el primero en ponerlo en práctica. Mateo profundiza y amplía las Bienaventuranzas de Lucas; ya no son cuatro sino ocho (la octava es desdoblada en dos, una para todos y otra para los cristianos).
Jesús proclama antes que nada: “Dichosos los pobres de espíritu”. No basta ser pobres -sociológicamente hablando- para entrar en el Reino; hay que ser “pobres de espíritu” (porque hay muchos pobres con alma de ricos). Los “pobres de espíritu” no son los flojos, los ignorantes, los mediocres. En la Biblia son los “anawim” (pobres reales que confían en Dios y no en el dinero). Son personas humildes que todo lo esperan de Dios y confían en su Palabra. Aún sin permanecer inactivos, saben que la verdadera solución de sus problemas le vendrá únicamente de Dios. Saben que Dios es defensor de los pobres y por eso son solidarios, comparten con los hermanos. Son los que antes que nada buscan y trabajan para el Reino de Dios.
La segunda bienaventuranza (“dichosos los que lloran”) es una redundancia de la primera, con la promesa de Jesús: “serán consolados”.
La tercera (“dichosos los mansos”) no se refiere simplemente a la paciencia sino a la mansedumbre, la tolerancia, la no violencia activa. No se trata de sumisión, pasividad, resignación; es vencer el mal con el bien. Mansedumbre es la traducción de la humildad o pobreza espiritual en relación para con el prójimo. Jesús se presenta justamente como “manso y humilde” (Mt 11,29), tal como eran los “anawim”. Ellos conquistarán los corazones, tendrán “la tierra en herencia”.
La cuarta bienaventuranza felicita a los que “tienen hambre y sed de justicia”. La palabra “justicia” en la Biblia no significa “justicia social”. Es buscar y hacer la voluntad de Dios. “Mi alimento es hacer la voluntad de Dios” (Jn 4,34 ), dijo Jesús. José, el esposo de María era un “hombre justo” (Mt 1,19) porque siempre disponible a la voluntad de Dios. “Serán saciados”, dice Jesús. Él anuncia la realización futura del Reino de Dios con la imagen de un banquete.
La quinta nos invita a ser compasivos y misericordiosos con los demás, porque Dios lo es con nosotros; es su primer atributo. Es combatir el pecado, pero amar y salvar al pecador. No significa simplemente tener lástima o hacer la vista gorda. La misericordia no suplanta la justicia. Es comprender y hacer propio el dolor ajeno. La misericordia significa sobre todo perdón y no hay justicia sin perdón. El perdón no se opone a la justicia, sino al rencor y a la venganza. Solo el perdón sana las heridas, purifica la memoria, restablece las relaciones. Ser “perfectos como el Padre” (Mt 5,48), en Lucas significa ser “misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36).
Hay que amar a la gente no porque es buena, sino porque necesita ser amada para cambiar.
La sexta bienaventuranza nos pide ser “limpios o puros de corazón”. No significa la práctica de la castidad, sino actuar con recta intención, sin doble discurso ni dobleces, con autenticidad y sinceridad; son las personas en las que se puede confiar.
Esta bienaventuranza se contrapone a la hipocresía y a la mentira. Se declaran felices los que solamente viven y actúan en la presencia del Señor; ellos “verán a Dios”. Sabrán ver al mundo con los ojos de Dios.

DICHOSOS LOS HACEDORES DE PAZ

Es quizás la bienaventuranza más actual en un mundo como el de hoy, cruzado por todo tipo de guerras. Con esta bienaventuranza se alcanza el culmen de la descripción de quienes viven una relación justa con Dios y con los demás; por eso serán llamados “hijos de Dios”.
La paz es el objetivo principal de la misión de Jesús. La bienaventuranza no se refiere a los pacíficos, a los que viven en paz sin molestar a nadie, a los que buscan quedar bien con todos, a los que no se meten en nada, a los neutrales frente al mal. Por el contrario, son dichosos los hacedores y constructores de paz que levantan la voz, se juegan y molestan con sus denuncias. Son los que trabajan por la vida, la verdad, la justicia, los derechos humanos, la defensa del medio ambiente. Ellos no son enemigos de nadie, pero tienen muchos enemigos. Es la labor de los profetas que se ponen al lado de las víctimas.
Por eso Jesús dijo que Él vino “no a traer la paz sino la espada” (Mt 10,34-36). El peor enemigo de la paz son las armas y la guerra.
La guerra, sobre todo la guerra de agresión y más cuando es del fuerte contra el débil y entre pueblos hermanos y cristianos como en el caso de Rusia y Ucrania, es lo más triste, cruel y oprobioso. Después de los 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, con 200 mil muertos con una sola bomba atómica, se esperaba que el hombre renunciara a la guerra.
Ya el papa Juan XXIII en la encíclica “Pacem in terris”, declaraba: “En nuestra época que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra sea un medio apto para resarcir el derecho violado”.
Ha dicho el papa Francisco en “Fratelli tutti”: “Hoy la guerra tiene un poder destructor fuera de control. Es muy difícil sostener los criterios del pasado para hablar de una posible guerra justa”. Dijo inclusive: “Están en pecado grave los que fabrican y comercian armas de destrucción masiva”.
Hoy hay armas nucleares capaces de destruir cuarenta veces el planeta. En las guerras del siglo XX las víctimas han sido y siguen siendo hoy también fundamentalmente los civiles y no los militares. Los millones de prófugos, mujeres, niños y ancianos que huyen de las guerras son un espectáculo bochornoso. Los mercaderes de armas de guerra y los que manejan el mercado negro de las armas livianas, junto con los narcotraficantes son los peores malhechores de la humanidad.
Los países más desarrollados, que se tildan de civilizados, son los que más exportan armas, inclusive a países pobres y en guerra. Así como en el pasado se eliminó la esclavitud y ya se está a punto de desterrar la pena de muerte, el objetivo debe ser hoy el de abolir las guerras y, como ha pedido la Iglesia en forma reiterada, crear una organización supranacional eficaz, reconocida por todos, capaz de conservar la paz.
Hay que educar para la paz y terminar con las retóricas nacionalistas, el patrioterismo, eso de llamar “héroes” a los que se matan entre hermanos. Hay que aprender una pedagogía de la paz y la no violencia, del diálogo y la negociación, a desarmar los ánimos con el espíritu y la práctica de las Bienaventuranzas.
La guerra, además de ser puramente destructiva, deja intactas las verdaderas causas de los conflictos; y la paz obtenida por las armas, prepara nuevas guerras.
La última bienaventuranza es para creyentes y no creyentes. Jesús declara dichosos a los que son perseguidos por ser cristianos. Jesús envía a sus discípulos “como corderos en medio de lobos” (Mt 10, 16), es decir a una casi segura matanza; y les adelanta que serán perseguidos igual que Él. Pero la bienaventuranza está dirigida también a los que son perseguidos tan solo por hacer el bien, aun no sean creyentes (Mt 5,10). Jesús los admitirá en su Reino (Mt 25, 37-39). Ellos no sufren por Cristo, pero con Cristo sufren por las mismas causas.

PRIMO CORBELLI