
Sintetizamos con sus mismas palabras el artículo del filósofo Miguel Pastorino publicado en Aleteia sobre la religión y la Iglesia Católica en Uruguay. Dice Pastorino: “El proceso secularizador uruguayo fue muy peculiar en el continente, siguiendo el modelo francés de inspiración jacobina que buscaba la unificación de la sociedad mediante la anulación de cualquier signo de diversidad, especialmente religiosa.
La Iglesia Católica, religión de estado desde la declaración de independencia en 1830 hasta su separación del estado en 1919, tenía una presencia mucho menor que en los demás países de la región, debido a su debilidad institucional y a su tardía implantación. También debido a la fuerte presencia de la masonería y a la temprana introducción del culto protestante, no alcanzó la hegemonía cultural que tuvo en otros países del continente.
En 1900 los católicos eran una minoría relativa. Historiadores como José Pedro Barrán detallan que el anticlericalismo ganó la calle y llegó a reunir manifestaciones de 15 mil personas en una ciudad de 200 mil habitantes. En esos años la folletería anticlerical llegaba a gran parte de la población.
En el siglo 19 los movimientos de inspiración jacobina en el Uruguay fueron fuertemente laicistas y anticlericales. A diferencia de otros países de América Latina la Iglesia Católica no era difícil de enfrentar, porque no era ni poderosa ni rica. Había por otra parte en la misma Iglesia un sector liberal enfrentado a sectores más conservadores.
Después de 1865 se secularizaron los cementerios y la educación; se declararon ilegales los conventos. En 1906 se quitaron los crucifijos de los hospitales y en 1907 se suprimió toda referencia a Dios en el juramento de los parlamentarios. El mismo año se promulgó la ley del divorcio y en 1917 se llegó a reformar la constitución para separar a la Iglesia del estado, por lo que el estado ya no sostendría religión alguna.
En 1919 se secularizaron los nombres de más de treinta pueblos que tenían nombres de santos; la Semana Santa pasó a llamarse hasta el día de hoy “semana del turismo”. Según la mayoría de los investigadores consultados, el conflicto se agudizó debido a la intransigencia y a las posturas antimodernistas de los sectores más conservadores de la Iglesia.
Frente a este fuerte anticlericalismo y a las tensiones generadas, los católicos asumieron la actitud de refugiarse en una suerte de gueto, aislándose en instituciones propias y con una progresiva pérdida de influjo social y cultural. El desplazamiento de la dimensión religiosa al ámbito privado, que no necesariamente aconteció con otros procesos de secularización, fue típico del caso uruguayo.
En Méjico y Estados Unidos por ejemplo hay presencia pública de lo religioso con injerencia en la vida social y cultural, a pesar de que el estado sea laico. En Uruguay la marginación de lo religioso terminó sacralizando al estado en una “religión civil” como sucedáneo de la religión. Cuando se dice que Uruguay es un país laico, es en referencia al estado laico, no a la sociedad como si no tuviera creencias religiosas. Que el estado sea laico y no profese ninguna religión, no significa que en la vida pública la religión deba necesariamente ocultarse o reducirse a la vida privada.
La sociedad uruguaya no es arreligiosa. Actualmente el 80% de los uruguayos afirman creer en Dios, con un 20% de ateos y agnósticos declarados (el porcentaje más alto del continente). El 38% se dice católico. De estos católicos solo el 15% asiste alguna vez a celebraciones religiosas durante el año; los católicos practicantes son un 4%. El 24% se define como “creyentes sin afiliación religiosa”. Se estima un 10% de evangélicos, en mayoría pentecostales. La umbanda llega al 5%.
A diferencia de otros países de América Latina, la disminución o éxodo actual de católicos (en Montevideo la asistencia a misa en casi cuarenta años ha disminuido a más de la mitad) no es tanto hacia los evangélicos pentecostales sino hacia la indiferencia religiosa. Es difícil explicar a quienes viven en una cultura de matriz católica, lo que significa vivir la fe como una minoría cultural. El desafío de ser cristianos sin privilegios, sin relevancia pública ha creado a veces católicos acomplejados teniendo que enfrentar a muy fuertes prejuicios y a la ignorancia religiosa, pero también ha dado lugar a una fe no convencional sino convencida y comprometida con la sociedad en la que se vive, con católicos no por herencia cultural sino por elección”
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