
Se dice que nunca nadie ha vuelto del más allá. Efectivamente, en este mundo vivimos como una vida intrauterina, y al salir del útero materno y nacer a una nueva vida ya es imposible volver atrás. Pero al nacer la criatura a la nueva vida, sigue siendo ella misma, con su identidad propia; así pasará con nosotros. Jesús para demostrar que esa nueva vida existe, se hizo “ver” por sus discípulos.
Ellos pensaban que la muerte violenta y vergonzosa de su Maestro era el fin de sus sueños y esperanzas; no les quedaba más que volver a sus familias y a su trabajo. Sin embargo, todos los 27 escritos del Nuevo testamento hablan en forma unánime de que al poco tiempo Él, que había sido crucificado, resucitó al tercer día. Se subraya lo del “tercer día” para insistir en que Jesús había realmente muerto; a los cuatro días ya se consideraba descompuesto el cadáver (Jn 11,39).
La resurrección de Jesús fue el centro de la primera predicación cristiana , el primer anuncio (=kerigma), el alma de las liturgias dominicales. Su proclamación causó el martirio de las primeras generaciones de cristianos. Las persecuciones sangrientas a las que se vieron enfrentados desde el principio los cristianos por el testimonio que dieron de Jesús Resucitado, no permiten dudas sobre su credibilidad. Frente al gobernador romano Festo, Pablo afirma que “Jesús está vivo” (He 25,18-19); tenemos todavía el texto verbal del proceso redactado por Festo y enviado al rey Agripa.
Pablo dice tajantemente a los primeros cristianos: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1Co 15,2). Las apariciones de Jesús en los cuatro evangelios son difíciles de armonizar porque no coinciden en muchos detalles; es difícil expresar el realismo de un modo de presencia que no es propio de este mundo. La resurrección de Jesús no se podía contar igual que su pasión y muerte; es un hecho único en la historia. Nadie presenció la resurrección y las tradiciones orales son diferentes; estas sin embargo han sido respetadas escrupulosamente. Los encuentros de Jesús Resucitado son diurnos, múltiples y con muchas personas. La fe en la resurrección descansa en la Palabra de Jesús y en la de los que son sus testigos y enviados (Lc 10,16).
¿UN HECHO HISTÓRICO?
La resurrección de Jesús no es descrita por los evangelistas como un hecho público, comprobado por todos. Él no se apareció a las autoridades, a Poncio Pilato y a Caifás sino solo a los que creían en él. “No harán caso aunque resucite un muerto” (Lc 16,31), había dicho Jesús en la parábola del rico Epulón. Y los discípulos lo reconocieron más con los ojos de la fe que con los ojos del cuerpo. En un primer momento los discípulos no reconocieron a Jesús con los ojos físicos sino con los ojos de la fe, por sus palabras y sus gestos. La resurrección de Jesús no es en sí un hecho histórico, constatable; eso sería imposible ya que no se trató de que Jesús volviera a la vida humana anterior. Se trata de un acontecimiento más allá de esta vida terrena. No tuvo testigos inmediatos, ni podía tenerlos.
Lo que es plenamente histórico es la fe que tuvieron en ella los primeros cristianos y su credibilidad como testigos de la misma. Indirectamente también la resurrección de Jesús es un hecho histórico porque se verificó dentro de nuestra historia humana, en una época precisa, con personas claramente identificadas.
El testimonio de los discípulos es racionalmente creíble y la disciplina histórica no procede de otra manera. Pero la misma palabra “resurrección” puede prestarse a confusión porqué no significa volver a vivir en este mundo, ya que se trata de un nuevo tipo de existencia. Es la misma vida humana, pero transformada, espiritualizada. No es tan solo la inmortalidad del alma como pensaban los griegos, sino la resurrección de todo el ser humano, alma y cuerpo.
Es inapropiado hablar también de “apariciones” porque la palabra evoca la idea de un fantasma; es justamente lo primero que pensaron los discípulos (Lc 24,37). No fue fácil aceptar la realidad de la resurrección porque fue un hecho totalmente inesperado. Las mismas mujeres que habían acompañado a Jesús van al sepulcro el día después del sábado a la mañana temprano, simplemente para terminar el trabajo dejado incompleto por José de Arimatea. Su intención era la de honrar el cuerpo de un querido amigo y maestro fallecido. El sepulcro vacío tampoco les dijo nada. La tumba abierta y vacía no es en sí misma una prueba de la resurrección de Jesús; se le pueden dar y se le dieron desde un comienzo distintas interpretaciones. Lo es únicamente a la luz de las apariciones del Resucitado.
La fe en la resurrección de Jesús se fundamenta en las manifestaciones de Jesús a los discípulos. La realidad de la resurrección se les presentó a los discípulos de forma inesperada y abrumadora. Sin embargo, convencerse de que Jesús realmente había resucitado llevó su tiempo. Los varones no creían en las mujeres; Tomás no creía en los compañeros. Tenían cerradas las puertas por miedo a los judíos y nadie quería vivir de ilusiones y todos, siendo hombres y mujeres de trabajo, ni crédulos ni soñadores, querían comprobar la verdad. El mismo Jesús les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón (Mc 16,14). Tener dudas de fe, no es nada malo; nos ayudan a buscar más en profundidad y nos rescatan de una fe superficial. Volvieron a leer las Escrituras a la luz de los nuevos hechos y reconocieron a Jesús a través de un difícil proceso de fe y de relectura de las Escrituras hasta que se rindieron frente a la realidad.
¿RESURRECCIÓN DE LA CARNE?
Los evangelios dicen que Jesús se hizo “ver” (Mt 28, 7-17; Jn 20, 14,25) en distintas circunstancias y lugares con la contundencia de una persona vuelta a la vida. El evangelista Juan, y especialmente Lucas que es médico, no quieren que se interpreten las manifestaciones de Jesús como sugestiones o alucinaciones; entonces se exceden en el lenguaje y exageran en detalles realistas como que comió con ellos (Lc 24,43) o que se dejaba tocar.
Obviamente no sabemos “cómo” se dio esa visión del Resucitado porque sobrepasa nuestro entendimiento, pero sabemos que un cuerpo espiritual ya no come alimentos y el mismo evangelio cuenta cómo Jesús ya vivía más allá del tiempo y del espacio. Los dos evangelistas se dirigen a personas que viven en un ambiente griego y que por lo tanto no creen en la resurrección de los cuerpos (He 17, 30-33). Quieren demostrar con eso y a través de las heridas en el cuerpo mismo de Jesús (Jn 20,27), la continuidad del Resucitado con el Crucificado. No hay continuidad del cuerpo físico, pero sí de la persona. Si bien se trataba de una presencia real e incuestionable, Jesús se hacía presente de una manera velada como si fuera un hortolano con María Magdalena, un peregrino con los de Emaús, un desconocido a orillas del lago.
Fue una larga tarea educativa la de Jesús; tenían que empezar a reconocerlo de otra manera: en las Escrituras, en la Fracción del Pan, en cualquier hermano que encontraban en el camino. Se habla de la resurrección del cuerpo, de la resurrección de la sangre (en el lenguaje semita son la misma cosa). ¿Qué significa? En el pasado, hablando de nuestra futura resurrección, se describía con lujo de detalles que Cristo llegaría de entre las nubes al sonar de las trompetas y los cuerpos saldrían de los sepulcros.
La gente de hoy no se conforma con afirmaciones ni con este lenguaje de otros tiempos; exige explicaciones racionales. ¿Cómo creer en la resurrección de este cuerpo tan manifiestamente mortal?
Hoy la Iglesia hasta permite la cremación de los cadáveres. Ya en aquellos tiempos la gente se burlaba del mensaje de la resurrección (He 17,32). Hay que abandonar la imaginería y no dejarse impresionar por los géneros literarios de la Biblia que hay que saber interpretar. El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y fragilidad. Resurrección de la carne significa que “todo” el hombre será rehabilitado y transformado por Dios, conservando su auténtica humanidad. Seguiremos siendo nosotros mismos y la felicidad del cielo será profundamente humana.
No hay que hablar de “inmortalidad del alma”. Los humanos no somos ángeles y no podemos existir sin un cuerpo, aunque esté transformado por obra de Dios. La obra de Dios no será hacer al hombre de nuevo, creándolo de la nada. Creemos en nuestra resurrección futura porque Jesús nos abrió el camino y les prometió a sus discípulos que los llevaría con él (Jn 14,1-3).
No se trata de “reencarnación” como enseñan algunas religiones orientales; ellas hablan de subsiguientes éxitos humanos más allá de la muerte, en los que el alma progresaría en la medida de los propios esfuerzos, asumiendo un cuerpo cada vez menos material. Esta enseñanza no explica cómo el alma pueda asumir distintos cuerpos sin perder su identidad.
EL PRIMER ANUNCIO
El anuncio de la Resurrección de Cristo fue el primero, anterior a los cuatro evangelios. Ya era proclamado por Pablo, uno de los que gozaron de la aparición de Jesús Resuscitado, en una carta del año 50 (1 Co 15,1-8). Ese anuncio se lo habían transmitido a él mismo anteriormente.
Pablo usa una fórmula ya asentada en la liturgia desde los comienzos: “Cristo murió por nuestros pecados; fue sepultado y resucitó al tercer día conforme a las Escrituras”. Pablo recuerda varias manifestaciones de Jesús Resucitado, inclusive a más de 500 hermanos a la vez (1 Co 15,6); eran los discípulos que Jesús tenía al momento de morir.
La validez del testimonio de Pablo y de los primeros cristianos no es tan solo por el hecho de que hayan enfrentado cárceles y torturas, “gozosos de sufrir por el nombre de Jesús” (He 2,32), revelando un cambio totalmente inexplicable en su conducta inmediatamente posterior a la muerte de Jesús.
Lo que más llama la atención es la rápida expansión de la fe cristiana. A los cincuenta días de la muerte de Jesús tres mil personas pidieron el bautismo (He 2,41). A los 30 años el Cristianismo ya se había difundido en todo el mundo y, según el historiador romano Tácito, había un gran número de cristianos en la misma Roma. Con el emperador Nerón empezaron las grandes persecuciones contra los cristianos; se calculan unos diez mil mártires en los primeros tiempos de la Iglesia. Y sin embargo la persona y el mensaje de Cristo han dejado huellas inexplicables en la historia y han llegado hasta nosotros.
Jesús había dicho: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25). La resurrección de Cristo significa también la resurrección de todos nosotros que lo seguimos; nuestra esperanza se apoya en sus promesas. Jesús dijo en la cena de despedida: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Yo voy a prepararles un lugar para que donde yo esté, estén también ustedes” (Jn 14,1-2). Nuestra resurrección, gracias a la de Jesús, será la respuesta de Dios a una profunda aspiración de la naturaleza humana herida, que desea ser curada, ser feliz y vivir para siempre. Todos aspiramos a una vida plena, a una “vida en abundancia” como promete Jesús: en el amor, reconciliados con uno mismo, con Dios y con todos.
Toda persona anida el deseo secreto de una vida eterna, arraigada en lo más hondo de sus entrañas, de un reencuentro con sus seres queridos, de una justicia universal y salvífica por parte de Dios. Cuando muere un ser querido sentimos una rebelión interior frente a la perspectiva de la nada que proclaman los ateos. Sería como renunciar a la aurora después de una noche oscura. Una sed tan profunda no puede quedarse sin agua. Dios que es amor y nos ha creado por amor, no puede haber pensado en nosotros para que termináramos en la nada.
Dios al hacerse hombre asumió nuestra humanidad y eso significa que no abandonará la humanidad a la corrupción. Si la carne no habría de salvarse, el Hijo de Dios no se habría hecho carne. La resurrección de Cristo nos permite esperar; su fidelidad de ayer nos permite creer en sus promesas para el mañana.
PRIMO CORBELLI
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