Nueve obispos de Estados Unidos y seis de México en la frontera entre los dos países, en un mensaje del 1° de abril a sus respectivos gobiernos les recordaron que la emigración de hoy “ya no se debe simplemente a la búsqueda de una mayor prosperidad económica. Es una cuestión de vida o de muerte”.
Ya no se trata del “sueño americano”, sino de huir de la miseria y del hambre que debido a la pandemia y a la corrupción están asolando los países centroamericanos. Los obispos claman en favor de los niños y chicos no acompañados, en pos de la unidad familiar y una cultura de la acogida. Hubo casos escalofriantes: de un niño de cuatro años vagueando perdido y solo, sin que se sepa de su familia; de dos niñas de tres y cinco años, ecuatorianas, que de noche fueron dejadas caer del otro lado del muro, alto más de cuatro metros, y recogidas ilesas por los guardias estadounidenses. Hace poco otra niña de nueve años fue arrastrada por las aguas del río Bravo mientras lo atravesaba con su madre. En el mes de marzo 550 chicos no acompañados llegaron a la frontera, la mayoría tienen entre 13 y 17 años; se esperan muchos más. Son los mismos padres que, desesperados y esperando que sus hijos tengan un futuro mejor, los entregan bajo pago a los traficantes (“coyotes”) para que los acompañen hasta la frontera, con el peligro de caer en manos de los narcotraficantes en México. En total ya son unos catorce mil los chicos no acompañados y hacinados en centros de detención provisorios norteamericanos. No son expulsados, ya que cerca del 90% de ellos tienen un familiar, pariente o patrocinador que los puede recibir en Estados Unidos. El presidente Biden ordenó la reunificación de estos niños y jóvenes con sus familias y puso fin a la construcción del muro fronterizo.