El silencio de Dios

vista de la cruz vacía, un lienzo cuelga doblado sobre ella. atrás un cielo con nubes y brillo de solCon el diario del lunes, el sábado santo muchas veces pasa desapercibido. Como el viernes después del Vía Crucis ya estamos pensando en el asado de Pascua y ¡en el chocolate! claro está, muchas veces ese día-sandwichito lo usamos para hacerle un Rosario a María (que nunca viene mal), y pasear un poco con la familia, aprovechando el fin de semana largo. Un plan para nada desechable, la verdad. Sin embargo, este silencio de Dios que habita en el sábado santo tiene mucho que decirnos.

Amanece el sábado y hay una única certeza: murió. No hay milagro, no se escapó de la cruz, ni hizo algún truco mágico para desaparecer en el acto; no usó su fuerza infinita para destrozar los clavos, ni pidió a Moisés y Elías que lo ayudaran a subir al cielo sin dejar rastro alguno. Simplemente murió.

Y uno en aquella época (y muchos en esta) se preguntaría: ¿Qué Dios es este que se deja humillar, que se deja matar, y no es capaz de mostrar su divinidad salvándose a sí mismo? Muy poco marketinero y para nada rentable, un Dios fracasado.

Este es el Dios que se hace uno de tantos (Fp, 2) hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y yo agregaría que se deja “velar” como uno de tantos, en una obediencia que nada tiene que ver con la imagen del “Señor de los Ejércitos” que esperaba el pueblo para su liberación.

Los Evangelios Sinópticos (Mt 27, 58-59) (Mc 15, 43-46) (Lc 23, 50-54) muestran la obediencia en la muerte de Jesús. Es total. Le toman, le bajan, le vendan, le dan sepultura… y no hay truco. Jesús muere.  Y Juan evangelista agrega un dato no menor: “según la costumbre que siguen los judíos…” (Jn 19, 38-40)

Jesús muere y es sepultado como un judío más, como un Dios que fue parte de su pueblo.

Toca esperar al tercer día.

Esta escena, muestra cómo Jesús llega al punto álgido de la obediencia al Padre, a la Vida, al Reino, a su SER HUMANO. Es puesto, preparado, llevado al sepulcro. Y no esquiva ese paso necesario para la Pascua, el PASO definitivo.

En el sepulcro es el único sitio, y momento, en que no hace nada: ni pide, ni actúa, ni desciende, ni asciende. Simplemente HABITA. Y aún así, sigue siendo Dios.

Hay una homilía antigua que se solía leer en los oficios de lectura del Sábado Santo, que invitaba a contemplar a Jesús bajando a los abismos a buscar a Adán y Eva. Yendo al comienzo de la historia humana, para salvarnos a todos sin excepción alguna. Ahí le dijo a Adán: “Levántate, salgamos de aquí”. Sin duda que Jesús descendió a los infiernos, y es una imagen sobrecogedora, pero estoy segura de que antes de hacerlo, habitó el sepulcro, sin más.

Y en este silencio de Dios, las dudas, las preguntas, los susurros de pasillo, las incertidumbres y las quejas, nos quedan a nosotros.

¿Sería al final el Hijo de Dios? ¿Nos mintió? ¿Por qué no hizo algo para salvarse? Pensar que lo dejé todo por él, y fue todo una farsa. ¿Y ahora qué haremos? ¿Qué sentido tiene, qué sentido tuvo todo esto?

No adoramos a Dios cuando habla, pero estremecemos cuando calla.

No estamos preparados para un Dios que no triunfe. Por eso seguimos rezando la decimoquinta estación del Vía Crucis el viernes santo, porque necesitamos humanamente saber que Resucitó. Rápido. Ya. Y es verdad, sabemos por la fe que resucitó, y ahí todas las dudas se disuelven, y son habitadas por la certeza de todas las certezas: Cristo vence la muerte, y nosotros con él y en él.

“Vuelvan a Galilea” les dice, nos dice el Señor, “allí me encontrarán”. ¡Qué alegría Señor! Qué don enorme que te nos des allí donde pasa la vida. Allí donde lo cotidiano, ordinario, sencillo se llena de tu presencia. Allí donde tu supiste ser obediente a los ritmos de un Reino que no sabe de maximizar beneficios, sino de perder todo lo que sea necesario para ganarse sólo a Dios, al Dios de los sencillos, al Dios de los humildes, al Dios de los que saben esperar en el silencio, en la soledad, en la escasez, porque están más acostumbrados a perder que a ganar; a desear que a tener; a rezar que a lograr.

¡Vuelvan a Galilea! dice Jesús, que allí me encontrarán.
Volvamos pues hermanos, hermanas, con la confianza plena en la Resurrección. Volvamos a Galilea. Allí estará.

 

Eliana Cedrés
Fraternidad Carlos de Foucauld