Los cuatro evangelios coinciden fundamentalmente en los relatos históricos de la pasión y muerte de Jesús: captura de noche, huida de los discípulos, proceso judío, negaciones de Pedro, proceso romano, crucifixión y sepultura. Al llegar a Jerusalén desde Jericó y al bajar del Monte de los Olivos, mirando la ciudad Jesús lloró. En Mt 23,37 exclama: “¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!”. Y a continuación advierte: “La casa les quedará desierta”.
Se refería a la casa de Dios, el templo, que sería destruido por los romanos 40 años después. Las palabras de Jesús no fueron una amenaza. No fue un castigo de Dios la destrucción de Jerusalén y del templo. Jesús constata el daño que sus compatriotas se hacen a sí mismos al rechazar su mensaje de paz y no violencia y llora sobre las consecuencias.
Jesús llega a Jerusalén acompañado de un fuerte grupo de gente que lo sigue, algunos desde Galilea y otros desde Jericó, y que lo aclaman como “hijo de David”. Muchos pensaban que Jesús iba a restablecer el reino de David. Pero él entra en la ciudad sobre un burro de carga como los pobres. Quiere que todos entiendan que no busca el poder; y por eso no entra a caballo rodeado de soldados. No fueron los habitantes de Jerusalén, que ignoraban su llegada, a festejar a Jesús sino los que lo acompañaban.
En la ciudad, Jesús celebra una cena con sus discípulos
Según Mateo, Marcos y Lucas (llamados “sinópticos” por sus semejanzas) se trata de la cena pascual judía que se celebraba la tarde anterior al día de Pascua; y por lo tanto el mismo día de Pascua Jesús sería condenado a muerte y crucificado. Esto resulta muy improbable y el mismo evangelista Juan corrige precisando que la de Jesús no fue la cena pascual judía sino una cena normal, celebrada el día jueves antes de la Pascua que en aquel año caía en sábado. La crucifixión se realizó el viernes, día de la preparación (parasceve) de la Pascua, cuando al caer la tarde se hacía la cena pascual con el cordero asado en las casas. En Juan el carácter pascual de la cena de Jesús se debe a que Jesús quiso celebrar “su” Pascua (=paso) y entregarnos “su” nueva alianza , presentándose a sí mismo como el “nuevo cordero” que se entregaba por nosotros. Frente al Sanedrín judío, Jesús es condenado por blasfemia. No por presentarse como Mesías, sino por reivindicar una dignidad de rango divino (Mc 14,62). Fue condenado “por hacerse igual a Dios” ( Jn 10,33). Según la Ley debía ser lapidado. Por eso el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras como signo de dolor y escándalo, tal como estaba también prescripto por la Ley.
El verdadero motivo subyacente a la condena parece haber sido sin embargo la incursión de Jesús en el templo contra los vendedores y traficantes, ya que el templo era la principal fuente de sus ganancias. Como la pena capital solo podían llevarla a cabo los romanos, el Sanedrín decidió entregar a Jesús al gobernador romano, pero con acusaciones falsas de tipo político. Lo acusaron de varias cosas pero sobre todo de ser un rebelde nacionalista que pretendía ser rey de los judíos en contra de los romanos; y eso merecía la crucifixión. Esta fue la causa oficial de la sentencia de muerte que se escribió en judío, griego y latín en una tablilla sobre la cruz. Y era lo que los sumos sacerdotes querían para Jesús, porque según Dt 21,23 (”Maldito el que es colgado de un madero”) un crucificado era un hombre maldecido por Dios; y con eso pensaban no solo matarlo sino desprestigiarlo para siempre a los ojos del pueblo. Tenía que morir no solo como blasfemo sino como delincuente.
Para las autoridades judías Jesús era sumamente peligroso porque cuestionaba sus costumbres religiosas, les devolvía a los pobres y marginados sus derechos, hablaba al pueblo de un futuro mejor por la llegada del Reino de Dios en el que los últimos pasarían a ser primeros. Para las autoridades judías Jesús era mucho más peligroso que Barrabás porque concientizaba al pueblo. Quien pidió la muerte de Jesús no fue el pueblo que admiraba a Jesús, sino ese pequeño grupo de cortesanos de las autoridades judías y seguidores de Barrabás, reunidos en el pretorio.
Mateo atribuye el pedido de la crucifixión al pueblo entero (Mt 27,25) pero en realidad según Juan, el último y más acertado de los evangelistas, cuando atribuye la muerte de Jesús a los judíos, el evangelista se refiere claramente a las autoridades del pueblo que actuaron justamente a espaldas del pueblo. El pueblo estaba con Jesús y sus mismos enemigos lo reconocen. A Jesús lo capturaron de noche y se apuraron a eliminarlo aprovechando la confusión de la Pascua, para evitar la reacción popular. En el momento de la crucifixión el pueblo miraba a lo lejos, igual que las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea y se fue golpeándose el pecho (Lc 23,48-49). Frente al arresto de Jesús, sus discípulos huyeron y Pedro lo negó. Pero no fue principalmente por cobardía. Habían entrado en una crisis profunda como anteriormente Judas. Jesús los había descolocado. Esperaban a un Mesías glorioso y veían a Jesús que renunciaba a luchar contra sus enemigos, a usar la fuerza aún en legítima defensa; se lo veía como impotente (él, que había hecho tantos milagros) frente al poder y a la injusticia. Y eso les resultaba incomprensible, intolerable.
Por otra parte Poncio Pilato que gobernó Judea del año 26 al 36 después de Cristo y el rey Antipas de Galilea no consideraban terroristas peligrosos ni a Jesús ni a sus discípulos. De hecho ni se molestaron en perseguir a los discípulos de Jesús como lo hacían con los grupos subversivos.
LA CRUCIFIXIÓN
La crucifixión era el suplicio más brutal y repugnante del imperio romano y se lo creía un método muy disuasivo para esclavos, rebeldes y sediciosos. En los años setenta, según el historiador Flavio Josefo, los romanos crucificaron hasta 500 personas por día. La crucifixión era precedida normalmente por la flagelación. El “flagrum” constaba de tiras de cuero con trozos de hueso o de plomo en el extremo. Era para abreviar después la vida de los condenados en la cruz que a veces quedaban allí días y noches entre gritos atroces, con sus cuerpos desnudos presa de los perros, bestias salvajes y aves de rapiña. Poncio Pilato es el responsable legal de la muerte de Jesús en la cruz. Se trata de un personaje histórico que es definido por los historiadores de la época Flavio Josefo y Filón, como despótico, cruel y sanguinario; políticamente pragmático. Él no quería disturbios o levantamientos, sobre todo en ocasión de la Pascua cuando acudían a Jerusalén multitudes. Tampoco tenía escrúpulos en matar a judíos para conservar la “paz romana”. Él también conocía las críticas de Jesús a los poderosos, su defensa de los oprimidos, su anuncio de un nuevo Reino que no era el de Roma y sabía que atraía multitudes.
Parecería que en los evangelios se intente disculpar a Pilato con sus idas y venidas, presentándolo como un hombre débil y atemorizado que cede a la presión popular. Pero Pilato no era un indeciso o un vacilante. En tiempos de persecución de la Iglesia por parte de los romanos cuando se escribieron los evangelios, obviamente no se quería chocar con las autoridades romanas. De hecho el proceso decisivo para Jesús fue el romano y el suplicio también; y fue el ejército romano que se encargó de la ejecución. Jesús fue condenado como subversivo político y con él fueron llevados a la cruz otros dos subversivos (los ladrones no eran crucificados).
Siguiendo a Mateo, que escribió su evangelio en el marco de las primeras polémicas con los judíos, tradicionalmente la Iglesia le dio la responsabilidad de la muerte de Jesús a todo el pueblo judío; y no solo de aquel tiempo, sino de todos los tiempos. Los judíos pasaron a ser en la historia “el pueblo deicida”. Eso dio lugar a persecuciones y discriminaciones contra los judíos por parte de la Iglesia que solo fueron superadas definitivamente por el Concilio Vaticano II. Además de entre las autoridades religiosas de aquel tiempo, no fueron los Fariseos y escribas sino tan solo los Saduceos y Sumos Sacerdotes, que eran más autoridades políticas que religiosas en condenar a Jesús. Según Lucas, camino al Calvario, varias mujeres acompañaban a Jesús con señales de duelo, llanto y lamentos. Jesús les dijo que no lloraran por Él (Lc 23,31). Si un inocente (la “leña verde”) es tratado de esa manera, ¿qué pasará con los culpables (la “leña seca”)? No hay que llorar por el inocente perseguido sino más bien por el pecado de los perseguidores. Estas mujeres valientes no eran las “lloronas” de los funerales (estaban prohibidas por los romanos); daban testimonio de que Jesús era inocente y lo siguieron hasta el Calvario. Jesús murió en la cruz a las 15 horas del día 14 del mes de “nisan” (abril) del año 30. La vida de Jesús no termina como una tragedia griega, sino con serenidad y abandono. Los mismos enemigos lo reconocen: “Ha confiado en Dios” (Mt 29,43). También para Juan las últimas palabras de Jesús en la cruz son: “Todo se ha cumplido” (19,30).
Jesús no se siente un fracasado, sino que tiene la certeza de haber cumplido con su misión. Jesús se queja con Dios porque sufre la prueba extrema de su silencio, de la soledad total. Es una queja afectuosa (“Dios mío, Dios mío”), no una rebelión o una protesta. Jesús está seguro de que entrará en el Reino de Dios (lo ha prometido a uno de los crucificados con él ).
Hay alguien que ha visto y escuchado todo y no es un cristiano. Es el capitán romano de la patrulla que exclama: “¡Realmente es un justo!” (Lc 23,47). Él ha observado que Jesús no gritaba de rabia, no insultaba ni maldecía a nadie, callaba ante las burlas, rezaba, pedía perdón para sus verdugos y se interesaba de los demás. Todo eso superaba lo que en su experiencia había visto hasta aquel momento. No necesitó ningún signo extraordinario ni que Jesús bajara de la cruz, para creer en su inocencia.
EL SENTIDO DE LA CRUZ
En los relatos de la pasión y muerte de Jesús es difícil separar lo estrictamente histórico de la interpretación que se les da a los hechos desde la fe en el Resucitado y desde una profunda relectura de las Escrituras. Los cristianos buscando el porqué a Jesús le había tocado sufrir una muerte tan cruel como injusta, en la Biblia pronto descubrieron que Jesús era el Siervo de Yavé profetizado por Isaías que cargaba con el peso de nuestros pecados. Dice Dios por medio de Isaías: “Por su sufrimiento mi siervo justificará a muchos y cargará con todos sus pecados” (Is 53,11). Hechos históricos incuestionables del relato de la pasión de Jesús son la flagelación y la crucifixión, el grito de Jesús que se siente abandonado por Dios (en realidad rezaba el salmo 22 que termina con un acto de fe), el reparto de sus vestiduras entre los soldados como era de costumbre, la sed del crucificado, las mujeres y su madre junto a la cruz, la sepultura según la costumbre judía. Hubiera sido un feo espectáculo que esos cuerpos desnudos quedaran en la cruz durante la fiesta. Por eso los soldados recibieron la orden de romper las piernas de los crucificados para apurar su muerte y bajarlos para echarlos a la fosa común.
Juan recuerda una prescripción de la Ley referente al cordero de la cena pascual de los judíos: “No le quebrarán ni un solo hueso” (Ex 12,46). Esto se cumplió con Jesús que es el verdadero cordero pascual de los cristianos. Jesús ya había muerto pero un soldado para cerciorarse, con una lanza le traspasó el costado del que salieron las últimas gotas de sangre mezcladas con agua. Juan considera que este hecho es como un símbolo de toda una vida entregada por amor; de este hecho evangélico surge el culto al Corazón de Jesús.
Sin embargo los primeros cristianos experimentaron la deshonra y la vergüenza de ser discípulos de un crucificado prácticamente fracasado y abandonado por todos. Jesús no tuvo la muerte gloriosa de un profeta o de un mártir como Juan el Bautista. Veinticinco años después san Pablo proclamaba: “Nosotros creemos en Cristo crucificado, vergüenza para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,23). El sepelio de Jesús fue muy apurado porque al caer el sol para los judíos ya empezaba el día siguiente, en este caso la fiesta de Pascua, y cesaba por lo tanto todo trabajo. Jesús sabía que el destino que lo esperaba era la muerte violenta de los profetas. Pero siguió coherente con su predicación y acción hasta el final. Jesús no buscó la muerte; Él buscaba el Reino de Dios. Aceptó la muerte, y la muerte en cruz, por fidelidad al Padre y por amor a la humanidad.
Antes del arresto, en el huerto de Getsemaní, aceptó decididamente la voluntad del Padre. Esto no significa que Dios quisiera la muerte de su Hijo; solo quería que permaneciera fiel hasta el final a su misión salvadora. Su muerte en cruz no fue para apaciguar la justicia divina, de un Dios ofendido por nuestros pecados. Dios no castiga a Jesús en lugar nuestro. El significado de la muerte de Jesús no es una violencia vengativa de Dios que le hace pagar al Hijo inocente el castigo que merecían nuestros pecados. Sería una blasfemia. El Padre ama a Él y a nosotros; la cruz es la prueba de este amor. Jesús está en la cruz y con Él el Padre que sufrió junto al Hijo para el bien de la humanidad y nunca lo abandonó, aún siendo respetuoso de la libertad humana. Tampoco hay que pensar que Jesús nos ha salvado gracias al dolor que sufrió en la cruz. No hay que caer en una espiritualidad dolorista, subrayando demasiado el sufrimiento, la cruz, la renuncia. Jesús no se hizo pobre por amor a la pobreza sino por amor a los pobres. No subió a la cruz por amor a la cruz; por el contrario intentó alejarla. Jesús buscaba difundir el Reino de Dios. El sufrimiento no es un fin en sí mismo; por el contrario es un mal y hay que combatirlo como hizo Jesús aliviando y sanando a tantos enfermos. En el caso de Jesús no es su sufrimiento el que nos salva (tampoco se sabe si Jesús ha sido el hombre que más ha sufrido físicamente de todos los tiempos) ni su cantidad o intensidad. Lo que nos salva es su amor, con el que nos amó hasta el extremo, derramando su sangre en la cruz. No hay mayor amor que dar la vida por los amigos. Cuando Jesús nos invita a seguirlo cargando cada uno con su cruz, no apunta tanto al sufrimiento cuanto al seguimiento de Jesús en pos del Reino, entregando la propia vida por los demás, lo que inevitablemente nos traerá persecuciones e incomprensiones.
Primo Corbelli
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