(Lucas 10, 25-37)

Cuando el maestro de la Ley le pregunta a Jesús «¿Quién es mi prójimo?» le está preguntando algo difícil, e incluso muy polémico. Muchos rabinos y doctores de la Ley se lo preguntaban y daban respuestas muy diferentes.
Para la mayoría, el prójimo era el israelita, y nada más. Otros rabinos más abiertos, decían que prójimo era el extranjero que respetaba al pueblo de Israel, y que tenía un trato amigable con él.
Un ejemplo lo constituyen el centurión de Cafarnaúm al que Jesús le haría el favor de curar a uno de sus servidores. La comunidad judía local le apreciaba incluso porque había dado dinero para construir la sinagoga de la ciudad; también el centurión Cornelio, que terminó siendo el primer bautizado extranjero, y al que Pedro no le exigió la circuncisión para bautizarlo.
Estos hombres entraban bajo la categoría de “temerosos de Dios” (Cfr. Mt 5-13; Lc 7,1-10; Hech Cap. 10).
Sólo el gran maestro Hillel, que recomendaba: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a tí” reconocía que por el mero hecho de ser hombre, ya los demás extranjeros o israelitas, merecían respeto y consideración. Pues todos los hombres son hijos de Dios y hermanos.
Pero este Maestro que enseñaba cosas muy similares a las de Jesús, estaba muy adelantado a su época (Cfr. Mt 7,12).
Sin embargo Jesús es del parecer de Hillel, y por tanto cuenta esta parábola para definir su concepto de prójimo. Pero no emplea argumentos intelectuales sino que pone al fariseo que le interpela, en el trance de juzgar él mismo la situación.
Por otra parte pone en el centro de la parábola, y como “héroe” de la misma a un samaritano. Lo que debe haber sonado como una patada directa al hígado para su interpelante.
¿Quiénes son los samaritanos?
Todos sabemos que las tribus de Israel vivieron al llegar a la Tierra prometida un largo período de autonomía tribal.
Cada tribu de Israel se autogobernaba. Por eso fue muy difícil enfrentar a los pueblos cananeos enemigos, y finalmente el pueblo pidió al último juez de Israel, el profeta Samuel, que les nombrara un rey. Un gobierno unificado sería una solución mejor para que Israel fuera un pueblo más unido.
No siempre sería así, pero pese a las advertencias del profeta, pidieron un rey.
Primero fue Saúl y luego David, el que al final realizaría el sueño de un Israel unificado en un sólo reino, tras vencer a los filisteos definitivamente.
Pero el Reino que unificaba a las tribus del Norte y las del Sur, duraría tan solo 70 años. Tras el reinado de Salomón, el hijo de David, el reino se dividiría en dos mitades en el año 930 antes de Cristo. En el Norte, teniendo como capital a Samaría (donde estaba el pozo de Jacob, y donde Jesús habló con la mujer samaritana) se unieron 10 tribus, con Efraím al frente como la más numerosa.
En el Sur, con la tribu de Judá (a la que pertenecía David y el propio Jesús) y la de Simeón, poco numerosa, se constituyó el Reino de Judá con capital en Jerusalén, y como Rey se constituyó Jeroboam, que había sido capataz de obras de Salomón, y fundador del sindicato de trabajadores del Templo, que tras la muerte de Salomón, fue la base de la resistencia contra el Rey de Judá (una especie de PIT CNT de la época).
Los dos reinos hermanos no se llevaban muy bien. Más tarde en el año 747 antes de Cristo, el rey Asirio Salmanasar III, logra conquistar el Reino de Israel del Norte e invade Samaría. Luego depone de su trono al Rey de Israel, y se lleva cautivos a una cantidad de israelitas, sobre todo a los más inteligentes, que podrían intentar rebelarse contra el Imperio Asirio. Pero deja algunas familias de trabajadores y campesinos, para que trabajen la tierra. El Reino del Sur, sin embargo, no fue conquistado por los asirios.
De la mezcla de estos campesinos israelitas y de los colonos asirios que venían, surgirá un pueblo mestizo: los samaritanos.
Judá será conquistado por el Rey Nabucodonosor, del Imperio de Babilonia, que había resultado vencedor del antiguo Imperio Asirio en el año 587 antes de Cristo.
Los samaritanos sin embargo seguían considerándose israelitas y tenían también entre sus tesoros los libros de la Ley de Dios de Moisés, y veneraban la memoria de Abraham, Isaac y Jacob.
Cuando los judíos, liberados por el Rey Ciro -el persa- vuelven a su tierra en el año 538 antes de Cristo, ellos se ofrecen a ayudarlos a reconstruir Jerusalén y el Templo pero los judíos les rechazan, y pelean contra ellos. (Cfr. Esdras Cap.4).
De ahí surgiría una tremenda enemistad entre ambos pueblos, comparable a la que hay hoy entre palestinos y judíos.
Resulta paradójico que precisamente sea el samaritano, miembro de un pueblo enemigo de los israelitas, el único que decide atender al herido (a diferencia del levita y el sacerdote que eran israelitas, y pasan de largo dejando a su hermano compatriota, a merced de los buitres y con una muerte muy cercana).
“Bajaba un hombre por el camino que va de Jerusalén a Jericó…..”
Esto es el equivalente a decir: “iba un hombre caminando solitariamente a las 3 de la mañana por la periferia de la ciudad”, es casi un peligro.
El camino escarpado que cruza entre montañas y que une Jericó y Jerusalén era peligroso, y si se podía evitar andar solo, era más seguro. Muchos lo evitaban a pesar de ser un excelente atajo, puesto que los bandidos se escondían en las cuevas que había cerca del camino o se subían a las elevaciones montañosas, esperando caer sobre los viajeros incautos que viajaban solos.
Tanto el levita, como el sacerdote y el samaritano, irían muy nerviosos y apurándose lo más posible, pues no deseaban tener malos encuentros.
Llama la atención que dos religiosos israelitas, como el sacerdote y el levita, pasen de largo y eviten atender al herido. ¿Y si estaba muerto? Entonces ambos, que se dirigían a Jerusalén, quedarían legalmente impuros por tocar un cadáver, y no podrían celebrar en el Templo de Jerusalén. Por esta razón hicieron probablemente este discernimiento: primero está Dios y el Templo, luego están los hombres. Discernimiento equivocado. No se puede adorar a Dios y despreciar a los hermanos. No cabía duda de que eran prójimos del herido, y que debían atenderlo. ¿O acaso iban a dejarle morir? Y si, eso es lo que hicieron.
Ya decía San Juan el evangelista: “ Si uno dice : “Yo amo a Dios” y desprecia a su hermano, es un mentiroso. Si no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.” (1Juan 4, 20-21).
Cuando el samaritano, en tierra de judíos, se baja de su montura para atender al herido está corriendo un riesgo muy grande. ¿Y si los ladrones que habían atacado al herido estaban emboscados y esperando que pasara alguien a socorrer al viajero al que habían asaltado antes?
Esto era algo muy posible. Y él corre el riesgo, a pesar de ser el herido muy probablemente un israelita, de un pueblo que aunque hermano, era enemigo de su propio pueblo.
Va luego a una posada (no existían los hospitales) lo atiende y se queda a cuidarlo durante la noche, cuando muy probablemente tuviera otros planes y ni se arriesgaría a ir a una posada de judíos, y atendida por un judío. Ni siquiera el riesgo de pasarla mal y ser maltratado lo detiene.
Es que el samaritano pensaba que por el sólo hecho de ser un ser humano, el herido era su prójimo, y su hermano, y no debía dejarle morir y desangrarse en el camino. Paga luego los gastos y le da algo más al posadero, pidiéndole que le cuide, y promete pagarle si gasta algo de más pues volverá a la posada, luego de atender un asunto urgente que ha postergado.
Realmente este hombre supo cruzar la barrera entre ambos pueblos y tratar como prójimo al integrante de un pueblo enemigo del suyo.
Comunicados pero divididos
El papa Francisco nos dice que vivimos una época en la cual la humanidad está más comunicada que nunca y la tecnología digital ha hecho maravillas, y sin embargo la humanidad no ha sabido superar las tremendas divisiones entre pueblos, a causa de sus etnias, a causa de las diferencias sociales, de nación y políticas. En la época de Jesús pasaba lo mismo.
No terminamos de comprender que los demás son nuestros hermanos.
El diálogo para mucha gente hoy es el arte de convencer a los demás de que tenemos razón.
Los cristianos estamos conviviendo en un mundo cada vez más diverso y multicultural, ya no somos siquiera mayoría como eramos antes.
Es cierto que en Uruguay una gran parte de la población es bautizada en la Iglesia Católica, pero seamos realistas ¿Quién vive realmente su fe? Con mucha generosidad apenas el 4 % de toda esta gente.
Fácilmente nos vamos a encontrar con gente con ideas, estilo de vida, religión o no, distinta a la nuestra.
Eso no significa que tengamos que vivir enfrentados. Todos seguimos siendo Hijos de Dios, sólo por el hecho de ser humanos. Todos, como recuerda el papa Francisco, navegamos en la misma barca. (Cfr. Fratelli tuti Nº 30)
Esto pensó ya San Francisco, cuando se encontró con el sultán Malik El Kamil en Egipto, tratándole con humildad y sencillez, e invitándole a conocer a Jesús con gentileza, sin ánimo de ofender, sin llamarle infiel, como se estilaba en la época.
Es que en una época en la que se organizaban cruzadas para castigar con violencia a los infieles musulmanes, y abrirse camino al Santo Sepulcro, Francisco en diálogo y en paz, obtiene del sultán el permiso a ir a Tierra Santa sin armas y venerar el Santo sepulcro en paz.
Pero claro, era un profeta de Dios, y le anunció a los cruzados que si querían abrirse camino por las armas, lo único que obtendrían sería la derrota ignominiosa, cosa que ocurrió.
El gran problema del mundo contemporáneo es que la ley del más fuerte sigue siendo lamentablemente lo que marca en definitiva la relación entre las naciones.
Se podrá hablar de derechos humanos, pero en realidad tenemos gente que invoca los derechos humanos, y para hacerlo quema Iglesias, y asesina gente en Nombre de Dios.
¡¡Cuánto nos falta para imitar el ejemplo del samaritano!!
Claro que hay mucha gente que ha obedecido al Señor, cuando le pidió al maestro de la Ley: “Bueno, vete y haz tú lo mismo” (que el samaritano, claro).
El mismo Jesús nos ha dado el ejemplo cuando muere, pidiéndole a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” ( Lc. 23, 34). No pedía por sus amigos sino por sus enemigos mortales. Nunca sus enemigos consiguieron que los condenara. El odio no entró en su corazón jamás. Por eso fue capaz de derrotar a la misma Muerte.
Si hay esperanza para la humanidad no está ni en las armas, ni en economías florecientes, está en el amor, la compasión, la misericordia, los mismos sentimientos y actitudes que movían al buen samaritano.
Pero hay un desafío más…..
Y lo expresó el pastor bautista Martin Luther King Junior, cuando comentaba esta parábola:
“El buen samaritano obró muy bien, sin duda, y mereció el elogio de Nuestro Señor. Pero el desafío que nos espera a todos los cristianos, es crear las condiciones para que el camino de Jerusalén a Jericó, sea más seguro para todos”.
Eduardo Ojeda
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