Las encíclicas papales son cartas “circulares” dirigidas en especial a los católicos, pero también a todos los cristianos y personas de buena voluntad. Para los católicos son la más alta expresión del magisterio de los Papas sobre fe y moral. En esta encíclica el papa Francisco hace un análisis de la realidad mundial a la luz del Evangelio y propone un futuro de hermandad y amistad social después de la pandemia.
Siempre promoviendo una cultura del encuentro y construyendo puentes, así como en “Laudato si” se había unido al patriarca ortodoxo Bartolomé en su defensa de la naturaleza, ahora se une al Gran Imam Ahmad Al-Tayyeb de Egipto con el que firmó en Abu Dhabi el documento cristiano-islámico sobre hermandad universal. La encíclica no lleva un título en latín porque cita la expresión italiana de san Francisco cuando se dirigía a los hermanos y hermanas en pos de una vida con sabor a Evangelio.
A lo largo del primer capítulo el Papa describe las “sombras de un mundo cerrado” que no fue capaz de actuar conjuntamente frente a la pandemia, que promueve una globalización que nos hace más cercanos pero no más hermanos, con conflictos anacrónicos como el resurgir de nacionalismos exacerbados que enfrentan a todos contra todos. Denuncia las esclavitudes aún existentes, el despilfarro consumista, el racismo y la xenofobia, el abandono de los ancianos, el deterioro de la ética. En particular clama por “el silencio internacional inaceptable frente a la muerte de millones de niños por la pobreza y el hambre”. Condena la agresividad sin pudor y el desenfreno verbal que se abren camino en la sociedad y en los medios; “aún en los medios católicos se suelen naturalizar la difamación y la calumnia”.
En el segundo capítulo el Papa recurre a la Palabra de Dios y comenta la parábola del buen samaritano, una historia que aún hoy se repite.
En los otros seis capítulos propone una nueva economía y recuerda que la propiedad privada debe estar subordinada a lo que es el destino universal de los bienes y a los derechos humanos de todos. Propugna tierra, techo y trabajo para todos. Condena el neoliberalismo y la dictadura del mercado, la especulación financiera, la globalización del descarte y del “sálvese quien pueda”. Recientemente el Papa había pedido no volver después de la pandemia a la normalidad de antes con estas palabras: “En la normalidad del Reino de Dios los últimos son los primeros y el pan llega a todos y sobra. El actual modelo económico no ha resuelto nuestros problemas y no lo hará; hay que cambiar de rumbo. Se ha defendido la teoría del vaso que se llena de agua y desborda llegando también a los pobres. Lo que pasa es que cuando el vaso está a punto de llenarse, el vaso sigue creciendo y la cascada no llega”.
En la encíclica el Papa propone también revalorizar la política, alejándola del “insano populismo” y buscando el verdadero bien del pueblo, empezando por los últimos. A nivel mundial condena todas las guerras (“no hay guerras justas”), la pena de muerte y la cadena perpetua. Propone más solidaridad con los países más pobres, organizaciones mundiales más eficaces, la reforma estructural de la ONU modificando el Consejo de Seguridad, un Fondo Mundial para acabar con el hambre en el mundo, con el dinero que se destina a las armas y a los gastos militares. Termina pidiendo a todas las religiones que se pongan al servicio de la hermandad entre los pueblos. A los católicos pide en especial que la catequesis y la predicación apunten a la dimensión social del Evangelio, en defensa de la dignidad de cada persona y a una educación para la fraternidad y el diálogo.
Añade una advertencia: “A veces quien dice no creer, vive mejor la voluntad de Dios que los creyentes”. El Papa sabe que “para evitar espejismos, los sueños han de construirse juntos” y por eso llama a la unidad. “Se van descubriendo nuevos planetas lejanos, pero tenemos que volver a descubrir y valorar a los hermanos que tenemos cerca” para enfrentar juntos un destino común. El Papa desgrana también signos de esperanza que hay en el mundo y que se han revelado claramente en la solidaridad que ha habido durante la pandemia.
La encíclica termina citando varias frases del documento interreligioso de Abu Dhabi y recordando el testimonio de hermanos no católicos como Martin Luther King, Desmond Tutu, el Mahatma Gandhi y sobre todo a san Francisco y al beato Charles de Foucauld “que supo identificarse con los últimos y así llegó a ser “el hermano de todos”.
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