
El Vaticano ha respondido con el silencio, un silencio elocuente, a la embestida del secretario de estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, que exige que el Vaticano no renueve el Acuerdo con el partido comunista chino, en nombre de los cristianos perseguidos en China. La exigencia del gobierno norteamericano más que una exigencia parece una intimidación hecha en forma perentoria, por lo que se le ha respondido con el silencio.
Además se pretendió juzgar y cuestionar la autoridad moral del Papa, lo que terminará siendo un boomerang para Pompeo. Es evidente en un clima de elecciones el deseo de Trump de conquistar a los católicos y presentarse como el verdadero defensor de la religión y de los cristianos perseguidos. El Acuerdo con China es provisorio y además no es con el partido comunista sino entre los gobiernos de dos estados independientes y sobre un tema eclesial específico que tiene que ver con el nombramiento de obispos. Por lo tanto la iniciativa política norteamericana es una interferencia ilegítima y revela además un actitud poco diplomática y civilizada. Alguien comparó la iniciativa de Pompeo con la entrada de un elefante en una cristalería. Inclusive es probable que el Papa no reciba a Pompeo cuando llegue a Roma en estos días, alegando que el Papa no recibe autoridades políticas durante campañas electorales. El Acuerdo evidentemente no resuelve todos los problemas, pero ha sido un primer paso de acercamiento al coloso chino con una política de los “pequeños pasos” ya aplicada con éxito en la ostpolitik de los cardenales Casaroli y Silvestrini con la URSS. El diálogo demuestra que para China el Vaticano es un socio confiable y de importancia internacional. No es de extrañar que Pompeo, que es un diácono presbiteriano, tenga el apoyo de los católicos conservadores de Estados Unidos; son los mismos que se opusieron a Juan Pablo II cuando condenó las guerras del golfo. Si se quiere enrolar al Vaticano en la guerra fría de Estados Unidos contra China o aislarla, no lo van a lograr; no es su estrategia. Desde que se firmó el Acuerdo entre el Vaticano y China hace dos años no ha habido ordenaciones ilegitimas de obispos y el Papa ha tenido la última palabra. Aún si los primeros resultados no han sido espectaculares y la pandemia ha frenado el proceso, se ha marcado un rumbo que conviene seguir sobre un tema que es fundamental para la Iglesia. Seguirá “ad experimentum” por dos años más, hasta que se confirme su utilidad para la Iglesia. Ha dicho el cardenal Pietro Parolin: “Se trata de procesos históricos que pueden no traer de inmediato los resultados deseados, pero la solución definitiva a problemas complejos y de muchos años, requiere tiempo y confianza”.
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