Pablo Guerra (1)
La pandemia del Covid 19 impactó enormemente al conjunto de la economía, pero como siempre ocurre, algunos sufrieron más que otros. Entre los primeros podemos citar a millones de personas en todo el mundo que viven del día a día trabajando en las calles, comercializando a pequeña escala u ofreciendo diferentes servicios en los hogares.
En efecto, la plural y multiforme economía popular nutrida desde estrategias de rebusque hasta pequeños emprendimientos familiares, al depender de la demanda de otros sectores que debieron quedarse en sus casas por cuarentena o que vieron afectados sus ingresos, pasaron de la noche a la mañana a quedarse sin el pan de cada día. A eso debemos sumar otro contingente de trabajadores de una economía más formal que acudió a los mecanismos de seguro de desempleo o que directamente perdió su empleo. El resultado fue que millones de personas en todo el mundo (41 millones solamente en Latinoamérica) ya no pueden vender su fuerza de trabajo en el mercado y quedaron expuestas al hambre.
La reacción de las organizaciones populares, de sindicatos, parroquias y clubes de barrio no se hizo esperar. En stand by desde la última crisis económica (en el caso del Uruguay, sobre comienzos de este milenio) y con antecedentes que se remontan a las primeras crisis del Estado de Bienestar (década de los 1960s), las Ollas Populares comienzan a abrirse en todos los barrios de la periferia o con alta concentración de trabajadores ahora desempleados. Se estima en unas 700 las Ollas que se abrieron para hacer frente al cruel invierno del 2020, alimentando a decenas de miles de personas.
En el marco de un libro que estoy comenzando a escribir sobre el altruismo (un término utilizado por primera vez por Comte y que refiere al acto de beneficiar a alguien más, asumiendo costes y sin esperar nada a cambio) y la empatía (entendida como la capacidad de percibir los sentimientos de los demás y conmoverme, esto es, moverme – con), me he encontrado con algunas hermosas experiencias justamente de altruismo y empatía entre quienes llevan adelante las Ollas Populares.
Hay quienes en la academia defienden la idea de que las personas, como los animales, somos fundamentalmente egoístas y competitivos. Argumentos no faltan: guerras, hambre, violencia de todo tipo… Sin embargo, nuestro punto de partida es otro: somos también seres solidarios y con gran capacidad de actuar de manera altruista. Eso lo compartimos con muchas especies animales, como lo demuestran los apasionantes estudios de Frans de Waal.
Sería no sólo mezquino, sino además absolutamente irracional pensar que tantas personas con vocación de servicio actúen motivados por argumentos egoístas. No estamos hablando en esta ocasión de dar lo mío a los nuestros, como ocurre naturalmente y de forma solidaria en nuestros hogares (aunque el comportamiento solidario en nuestras familias ya es una evidencia de cómo podemos actuar de forma no egoísta), sino que lo hacemos ampliando el círculo hacia nuestros vecinos/as más necesitados o hacia el desocupado/a que no conocemos, que se arrima por necesidad y que muchas veces termina también colaborando, gestando de esa manera mecanismos de auto ayuda.
Esa capacidad de dar sin sentir la contraparte del gasto, de la carga o incluso del sufrimiento, me ha parecido siempre digna no solo de estudio sino además de destaque. Seguramente es algo que hemos sentido alguna que otra vez todos nosotros. También es notorio que el acto altruista muchas veces implica vivenciar el sacrificio, pero en este artículo más bien prefiero detenerme en aquellos casos en los cuales ese sacrificio se borra de nuestras mentes y sólo disfrutamos por el hecho de dar desinteresadamente. Es lo que de Waal llamó la “bondad hedonista”, algo imposible de concebir por científicos que sólo admiten el altruismo como un acto de sacrificio.
¿Cómo explicarlo entonces desde la naturaleza biológica? Se sabe que cuando ayudamos a alguien más, se activan las áreas cerebrales asociadas a la recompensa: ¡sí! liberamos oxitocina (la hormona del amor) cuando nos sentimos bien. Es cierto que eso ocurre muchas veces en actos egoístas (en lo particular, me sucede cuando como chocolate incluso a escondidas), pero en otras tantas ocasiones liberamos compuestos químicos y hormonas que nos hacen sentir bien… ¡haciendo el bien a los demás!
¿Es entonces irracional disfrutar de la entrega al otro/a? De ninguna manera. ¿Pero es posible que ese sentimiento sea genuino? Para responder a esta pregunta quisiera compartir una nota que encontré rastreando las redes y que fue enviada por un grupo de voluntarios de una de las tantas Ollas Populares de Montevideo, agradecidos por haber llegado a más de 16 mil platos de comida desde que se desató la pandemia:
Esta carta es una verdadera joyita desde el punto de vista de cómo el altruismo puede provocar emociones placenteras. Nótese cómo los voluntarios firmantes se muestran agradecidos por haber ayudado. Lo hacen “de todo corazón”. Siendo que ellos regalan su tiempo, sienten sin embargo que fue “un verdadero regalo” haber llegado al barrio para darle “una mano al que más lo necesitaba”. Consideran la experiencia “de un incalculable valor”. En el remate de la carta suman algunas de las emociones gestadas en la experiencia: mucha alegría, dedicación, esfuerzo, energía, agradecimiento y felicidad.
Luego de leer esta carta me puse en contacto con Andrea Rodríguez, una de las voluntarias de la Olla Esperanza. Ella me contó que si bien la Olla es reciente (la abrieron en Abril), desde siempre ha trabajado comunitariamente en su barrio y eso la hacía feliz: “Haciendo esto, me siento bien”, decía. También me aseguró que ese es el sentir de todos quienes participan en diferentes Ollas. La postura de Andrea es la de tantas y tantos vecinos que vivencian la solidaridad en el día a día. Una postura llena de esperanza en medio de tanto dolor.
¿Hay manera de no considerar genuinos estos sentimientos? Tanto en economía como en la biología, hay quienes piensan que como el acto altruista genera esos sentimientos positivos (“recompensas intrínsecas”), en definitiva hay una motivación egoísta. Aquí podríamos decir que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Es comprensible que algunos quieran leer con lentes egoístas todos los actos de la vida social. Pero ciertamente no es científico. Si ciertos analistas consideran que comerse toda la cena es lo mismo que compartirla, entonces coincidimos con de Waal en que el uso lingüístico ha quedado obsoleto, pues claramente una misma categoría de análisis no puede dar cuenta de dos conductas tan divergentes.
Las Ollas Populares son entonces una expresión de ejercicio solidario y una demostración de cómo podemos actuar empáticamente y transformar el “conmoverme” en un “moverme con”. Otra economía es posible. Las Ollas lo demuestran. Y nos inspiran.
1-Sociólogo. Doctor en Ciencias Humanas. Profesor e Investigador en la UdelaR. Colaborador de UMBRALES.
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