Por Roberto Torres Collazo
Una mañana me fui al parque aprovechando que en mi ciudad bajaron las medidas de protección contra el coronavirus. El día estaba reluciente, había movimiento en las calles, los carros iban y venían, algunas personas caminaban con cubrebocas, estaba fresca la mañana.
Son cerca de las 8:00, es un martes. Pensé, como es comienzo de semana debe haber poca gente en el parque. Un parque enorme que hay a cinco minutos en carro desde mi casa. Me puse mis pantalones cortos, mis sandalias, mi gorro y mis gafas oscuras y tomé mi auto. Me estacioné frente a la entrada principal. Casi no había carros y los ruidos se fueron, se transformaron en silencio.
Me adentré en el parque, caminé por los caminos asfaltados, los guardabosques se deslizaban en sus carritos, jóvenes en bicicletas pasan de largo, a mi izquierda una mujer con sus niñas sentadas en la hierba y comiendo. De momento, observo a mi derecha un camino de tierra que sube hacia una pequeña montaña. Decido caminar despacio por él. Miro detenidamente alrededor, las lagartijas corren de un lado para otro, los pajaritos cantan como un coro, hay pedazos de grandes troncos cortados en el suelo, piedras pequeñas, medianas y grandes. La tierra húmeda tiene aroma de un rico café acabado de hacer. Los enormes árboles oscurecen el paisaje.
Me siento en una roca, me pongo a reflexionar. De momento me invaden muchas imágenes negativas: los enfermos y muertos víctimas de la pandemia, gente gastando descontroladamente en las tiendas, niños y niñas muriendo de hambre, ríos cubiertos de basura, gente mutiladas por las guerras, la madre que llora a su hijo víctima de las drogas ilegales, todo aquel que dice: “No puedo respirar”, en fin, sentí por unos segundos el peso de los dolores y la muerte en la humanidad. La tristeza se apoderó de mí.
Mientras reflexionaba tenía mi mirada inclinada hacia la tierra. De momento levanto la mirada, pongo a un lado mis gafas oscuras y miro hacia la distancia y la copa de los árboles. Veo muchos rayos de la luz del sol que se filtraban entre sus ramas y la vegetación. Pensé, así somos, miramos las sangrientas realidades desde una sola perspectiva, lo malo, lo contradictorio, lo destructivo, lo absurdo, pero no prestamos atención a que en medio de todo, siempre hay rayos de luz, siempre hay esperanza. No todo está perdido.
Sin dejar de ser realistas, también tenemos que fortalecer o cultivar y enseñar la esperanza. No una esperanza individualista, también colectiva. Que contagie, que motive a la lucha por un mundo de paz con justicia, solidaridad, compasivo, con libertad…. Una esperanza militante, no de brazos caídos. Esperanza que está íntimamente vinculada a la Utopía.
La utopía es como el horizonte, nos ayuda a caminar como decía el gran escritor uruguayo Eduardo Galeano. Y el profeta, místico y obispo brasileño Pedro Casaldáliga dice: “Sin utopía, la vida no vale la pena, ni la alegría”.
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