(Nunca sin el Otro) Thomas Merton: entre la contemplación y la escritura


Se halla más consuelo en la esencia del silencio que en la respuesta a una pregunta. La eternidad es el presente. La eternidad se encuentra en la palma de la mano. La eternidad es una semilla de fuego cuyas repentinas raíces rompen las barreras que guardan mi corazón de ser un abismo. Las realidades del tiempo están en connivencia con la eternidad”.

Así dice Thomas Merton en su obra “El signo de Jonás” (1953) y realmente parece haberlo vivido este monje francés quien, a fuerza de contarnos y de contarse a sí mismo en su relación con el Misterio, logró enseñarnos a valorar la esfera de lo religioso en la vida de todos los días. Apasionado por el diálogo ecuménico y el encuentro, fue un profeta de la meditación en el mundo contemporáneo.

Sus temas se dirigían hacia las cuestiones últimas: el amor, la compasión, el miedo, la esperanza. Fue un estudioso que supo compartir saberes y experiencias escribiendo miles de cartas y entrevistándose con personalidades de la talla de León BloyPaul ClaudelRilkeThoreauJulien GreenMatsuo BashoAlbert CamusD. T. SuzukiPessoa, Dalai Lama. Su condición de monje no le impidió viajar, dar charlas y conferencias, darse a conocer a través de una escritura casi febril que podría considerarse un testimonio de sus búsquedas y de todo lo hallado, contemplado y vivido a su paso. Su extenso corpus literario orienta respecto al autoexamen y a la disciplina espiritual a quienes estén dentro y fuera de la Iglesia, sean católicos o protestantes. Llega a todos con su cautivadora habilidad para unir lo mundano y lo espiritual, la vida interior y la exterior. Su prosa es casi una poética de su existencia.

 

Thomas Merton nació en Prades, Francia, en 1915.  Su madre falleció cuando él tenía 6 años y luego perdió a su padre a los 18. Sobre el impacto que tuvieron dichos acontecimientos escribirá en su bellísimo relato autobiográfico intitulado  La Montaña de los Siete Círculos (1948). Creció en Inglaterra y tras una azarosa e intensa vida de estudiante universitario de letras en Cambridge y después en Columbia, lugar en donde conoció a un monje hindú que le recomendó que leyese  a los místicos occidentales si quería profundizar en espiritualidad. Conocer textos como las Confesiones de S. Agustín y la Imitación de Cristo lo llevaron a tomar la decisión de bautizarse.  No pasó mucho tiempo desde su conversión para pensar en la consagración. Ni bien comenzó a rondarle la idea de entregarse a la vida religiosa se dirigió a los Franciscanos de Nueva York,  quienes escandalizados por su pasado diletante, bohemio y displicente, no se atrevieron a aceptarlo. Mientras tanto había conocido a la floreciente comunidad de Trapenses de Gethsemaní, quienes a diferencia de los anteriores religiosos,  no encontraron obstáculos para recibirlo. En 1942, Thomas Merton, profesor de la Universidad de Columbia y ciudadano del mundo, entró en el monasterio trapense en Bardstown, Kentucky, comunidad en la que permanecería hasta el día de su muerte el 10 de diciembre de 1968.  Aunque ya era un hombre de letras y un profesor de mucho talento, según su propia confesión se consideraba “un auténtico chaval del mundo moderno, totalmente enredado en consideraciones nimias e inútiles acerca de mi persona…”. El precio de un pasado de deslices se podía pagar a través del duro camino de la penitencia trapense. Tamaña decisión supuso dejar atrás su vida anterior y sus cosas, regalar sus ropas y sus libros, olvidarse de sus aspiraciones literarias. Al comenzar su vida monástica, encerrado “en las cuatro paredes de su nueva libertad”,  le dieron el nuevo nombre de Louis y para él, tal como nos cuenta en su autobiografía, fueron tiempos de paz, esperanza y entusiasmo.

Al poco tiempo de su consagración, el abad de la comunidad quiso que Thomas tradujera del francés obras piadosas para la edificación de los buenos católicos americanos. Incluso quiso que siguiera componiendo poemas, pero con la condición que no apareciera en sus libros su nombre monástico, sino el nombre civil. No tardaría en aparecer el conflicto interior entre el escritor y el monje, un debate que nunca cejó del todo a lo largo de mucho tiempo. Un reflejo de esta contradicción espiritual él mismo la expresa de la siguiente manera: “Es un hombre de negocios. Está lleno de ideas. Respira conceptos y proyectos nuevos. Engendra libros en el silencio que debiera ser dulce con la oscuridad infinitamente fecunda de la contemplación. Y, lo peor del caso, tiene a mis superiores de su parte. No le expulsan. No puedo librarme de él. Acaso al final me matará, beberá mi sangre. Nadie parece comprender que uno de los dos debe morir”.

Por diferentes circunstancias le llega la oportunidad de dar un salto en lo que al quehacer literario se refiere. Pero, ante la posibilidad de escribir su autobiografía a modo de testimonio, empiezan las dificultades. Su Abad estaba de su lado pero la cúpula de la Orden se mostraba desfavorable, pues nada más inaudito en aquella época que un monje de 31 años pretendiese revelar la novela de su vida con el pretexto de dar cuenta de su conversión. “La montaña de los siete círculos” será publicada en 1948 luego de pasar por la censura de la Orden. La primera versión contenía demasiado sexo, demasiado alcohol, demasiadas confidencias sobre aspectos internos de la congregación. A fuerza de suprimir páginas y páginas se consiguió el permiso de los superiores y desde ese momento, el libro se transformó  en un auténtico best-seller tanto en los Estados Unidos como en otros muchos países. Al principio reaccionó con una humildad propiamente monástica, pero luego tuvo que atender una cada vez más abundante correspondencia. Su lucha interior se debatirá en los años siguientes entre periodos de gran fecundidad literaria y otros en los que voluntariamente dejará de producir. Pese a sus intentos, cada vez se le hacía más difícil alejarse de la máquina de escribir. A cierta altura de su vida, ya en 1949, pretende conciliar ambos aspectos en tensión: “Me parece que escribir, lejos de oponerse a la perfección espiritual… se ha convertido en una de las condiciones de las que mi perfección va a depender”. A partir de entonces se esforzó lealmente por corresponder a su doble vocación de monje y escritor, y por algunos años -sobre todo los primeros- lo hizo de modo ejemplar, pero en otras épocas, sobre todo los últimos años, las exigencias y los problemas de este mundo prevalecieron (siempre a la luz de la fe y desde la vida monástica bien interpretada, que no es huida del mundo) sobre las piadosas intenciones del P. Louis.

La larga y terrible depresión que sufrió inmediatamente después de su ordenación sacerdotal le marcó para siempre, de modo que él escribió que su vida monástica se divide en dos partes: antes de su ordenación sacerdotal en 1949 y después de su ordenación. Las causas del decaimiento fueron la fatiga física y espiritual, la escasez de tiempo para la contemplación, la falta de privacidad en su vida trapense de cada día y la rudeza de la comunidad que contrastaba con su formación académica.  En1955, Merton llegó a la conclusión que Gethsemani no era el camino más adecuado a su vida. Primero pensó en hacerse Cartujo y después pidió permiso a la Santa Sede para pasarse a la Camáldula pero el Abad del momento escribió al futuro Pablo VI (entonces Arzobispo de Milán y como es sabido de gran influencia en la Secretaría de Estado del Vaticano en la que había trabajado muchos años) para que intercediera y no se le concediera el permiso solicitado. En su carta a Montini describía a Merton como un soñador, un romántico y un poeta amante de aventuras, y afirmaba que no perseveraría en la Camáldula y “se convertiría en un vagabundo, un gitano”. En conclusión: a Merton no se le aceptó el pedido de cambio.

Curiosamente, el mismo Abad que había escrito cosas tan poco agradables sobre este monje rebelde le nombró poco después maestro de novicios de Gethsemani, pues al anterior maestro le habían elegido Abad de otro monasterio, quizás con la idea de tenerle entretenido y que no pensase en huidas. Y acertó el buen Abad, pues fueron sus años de maestro de novicios un periodo de gran bonanza en la vida de nuestro monje, en los que además escribió algunos de sus mejores tratados sobre la vida monástica. No obstante, a comienzos de los años 60 sus lectores asistieron a un cambio radical de estilo: El monje recoleto que disertaba con tanta convicción sobre la oración y la contemplación había sido sustituido por un vociferante activista que dedicaba todas sus fuerzas a la crítica social, la defensa de la paz y la lucha contra la energía nuclear, y su interés por la vida monástica se dirigía ahora al monacato de otra religiones y se sentía fascinado por los lamas tibetanos.

 ¿Qué había sucedido en el transcurso de este tiempo? A finales de los años 50 sus diarios cuentan del progresivo alejamiento de su comunidad. En 1959 intentó trasladarse a Cuernavaca, cosa que no logró, y en 1960 llegó a considerarse un “prisionero político de Gethsemani” por discrepar de las ideas de su Abad. Pidió vivir en una ermita en los bosques de la abadía y no con el resto de la comunidad, cuestión que se le permitió a modo de estrategia para que no volviese a la carga con sus ideas de trasladarse, lo cual podría impactar negativamente sobre el monasterio dada la fama que en ese tiempo ya tenía Thomas Merton. A partir de su traslado a la ermita, si bien participaba de muchos momentos de oración comunitaria, también pasaba mucho tiempo paseando descalzo por los bosques escuchando el canto de los pájaros y uniéndose a la “danza del universo”, tal como nos cuenta en su historia personal. En su ermita recibía visitas de amigos e intelectuales con los que debatía sobre los problemas de su época, y con el paso del tiempo, acabó por organizar picnics con amigos y amigas y pasar a veces buena parte del día fotografiando flores y plantas y otras curiosidades de la naturaleza que después se publicaron en libros.

Por aquel entonces fue elegido Abad de Gethsemani un buen amigo de Merton que llegaba al cargo con ideas renovadoras para la comunidad, entre ellas la de darle carta blanca a nuestro monje para aceptar las invitaciones a congresos y simposios que le pareciera, cosa que hasta entonces le había sido negado en aras de la observancia monástica. Incluso le invitó a que buscase un lugar apropiado para fundar una pequeña colonia de ermitaños, lo que llevó a Merton a visitar California, Nuevo Mexico y Alaska. Pero el viaje que realmente le interesaba era el que le llevaría a recorrer varios países de extremo Oriente, y la ocasión fue la de dar una conferencia en Bangkok de tema monástico, para lo cual eligió un tema tan poco tradicional como el del comunismo y la tradición monástica.

En realidad, como él escribió en su Diario, lo que de verdad le interesaba era visitar los santuarios del budismo y, sobre todo, entrevistarse con budistas. Cuando despegó su avión de San Francisco camino de Asia escribió: “Voy al hogar, al hogar donde nunca he estado corporalmente”. Las etapas de su periplo fueron Bangkok, Calcuta, Nueva Delhi, los Himalayas -donde cumplió su sueño de entrevistarse con el Dalai Lama- Madrás, Ceylán, Singapur y de nuevo Bangkok. En Ceylán, después de la visita a los grandes Budas yacentes escribió: “Mientras contemplaba estas figuras, de pronto, casi con violencia fui limpiamente liberado de la habitual semi-limitada visión de las cosas y una claridad, una irradiación se hizo evidente y obvia… No sé si en toda mi vida había experimentado semejante sensación de belleza y autenticidad espiritual fluyendo juntas en una misma iluminación estética”.

y quien creyó descubrir el punto de encuentro entre la imprescindible fraternidad humana y el mandamiento del amor: “el fin de la no violencia no es el poder, sino la verdad. No es pragmática, sino profética”. Para Merton, esa decisión inquebrantable de no contestar el mal con la fuerza representa “la única esperanza del mundo”.

El 10 de diciembre de 1968 dio su conferencia en Bangkok, de vuelta del periplo y se retiró a descansar. Algunas horas más tardes le encontraron muerto con una quemadura en el costado derecho. No se sabe bien lo que le pasó, si murió electrocutado por tocar mojado el ventilador, si fue una crisis cardíaca o incluso, como alguno ha pensado, si tuvo que ver la CIA en hacer desaparecer a este popular personaje que -según la propia CIA- cada vez se inclinaba más hacia el comunismo, lo que era muy incómodo para el gobierno estadounidense de la época, en plena guerra fría. Como epílogo de esta historia no está de más recordar que el mismo Thomas Merton prefería que se lo definiera no como un hombre de respuestas, sino como por alguien que tan solo se hace preguntas que apunten directamente al blanco a la hora de confrontar el significado de las ideas (¿Hacia dónde nos lleva el texto bíblico?), la Historia (¿Cuál es el contenido de nuestra fe?), la Teología y el mundo (¿Qué te impide conciliar el sueño?) y la Ética (¿Hacia dónde nos lleva la conciencia?). No obstante, existe otra pregunta que subyace a todas estas interrogantes. Es quizás la única a la que hay que intentar responder por ser el principio orientador, tanto de la vida de Merton  como la de todos nosotros: ¿Dónde y qué es la presencia de Dios?

María Bedrossian