Introducción

Tiempo de Misericordia

AnoDeLaMisericordiaYa el papa Juan XXIII en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II había advertido que la misericordia, antes que la severidad, es “la medicina para nuestro tiempo” y nos obliga a los cristianos a un nuevo estilo de vida, a una nueva manera de pensar e inclusive a una nueva práctica pastoral. Por eso el Papa Francisco, recordando el discurso de Juan XXIII, ha proclamado el Jubileo de la Misericordia, no solo para volver al espíritu del Concilio sino directamente al Evangelio de Jesús. La misericordia de Dios es el corazón del Evangelio. La palabra “misericordia” es hoy una palabra devaluada y ambigua para muchos. Su contenido original sin embargo es sumamente actual. Se origina en el idioma latín: “miseri cor dare” (=tener corazón para el pobre). En el idioma hebraico la palabra se corresponde al conmoverse de las entrañas en el seno materno. Hoy quizás podría traducirse con “solidaridad”. Sin embargo “misericordia” revela un sentimiento más profundo frente al que sufre. Es la identidad misma de Dios en el Antiguo Testamento. A menudo se habla como en Ex.34,6 de “un Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (=fidelidad). Y en el Evangelio Jesús nos invita a “ser misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36). Las tres religiones monoteístas definen a Dios como “misericordioso y compasivo” (de los 99 atributos que el Islam atribuye a Dios, éste es el más frecuente). En su verdadero sentido la misericordia no es debilidad, sentimentalismo, flojera, impunidad, hacer la vista gorda. Exige la verdad y la justicia, pero va más allá. Para entender lo que es la misericordia para el Cristianismo, hay que descubrir en primer lugar el verdadero rostro de Dios, del Dios de Jesucristo.

A medida que se ponga o no al centro de la fe cristiana la misericordia, se desarrollan dos tipos de religión diversa. La primera es la de lo que hacemos nosotros para Dios; de ella surge la preocupación por hacer méritos, la angustiosa búsqueda de la perfección, la obsesión por el pecado y el desánimo frente al fracaso. El sacramento de la Reconciliación termina siendo una rendición de cuentas, un inventario preciso de los pecados, un tribunal frente a un juez riguroso. También Judas, llevado por el remordimiento, confesó su pecado y cumplió con la penitencia devolviendo las treinta monedas. Pero no encontró una mirada de misericordia en los sacerdotes y desconfió del perdón de Jesús por ser un pecado demasiado grande. En esta religión, Dios figura como un juez severo, un patrón intransigente. Es la mentalidad del empleado holgazán (Mt 25,14-30) que le tenía miedo al patrón y eso lo paralizaba. Por eso nos recuerda el papa Francisco que “el confesionario no ha de ser un lugar de tortura, sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible” (E.G. n.44). El segundo tipo de religión es la religión de lo que hace Dios por nosotros; y ésta es la religión de las Bienaventuranzas. Es “buena noticia”, una noticia liberadora. Dios es padre amoroso, que siempre nos perdona y confía en nosotros, quiere nuestra felicidad. Las cosas no son buenas o malas porque Dios las manda o las prohíbe como si fuera un soberano; Dios las desea o no, según si son buenas o malas para nosotros, como hace un padre con sus hijos.

La finalidad principal del sacramento de la Reconciliación es agradecer, dar gloria a Dios, devolver amor por amor, hacer feliz a Dios. No es tanto poner el acento sobre el pecado y su confesión, sino sobre el amor de Dios que nos perdona y bendice. Hay gente que después de haberse reconciliado, piensa: “he cumplido con Dios”. Es como la satisfacción de haber pagado una deuda y no deber más nada. Quisiéramos inclusive no tener nunca necesidad de acercarnos al sacramento para prescindir de Dios y de su perdón y así no tener nunca problemas con él. No se tolera confesar siempre las mismas faltas. Quisiéramos estar contentos de nosotros mismos más que de Dios; y quizás levantarnos un monumento. Somos como los que se creían “justos” en el Evangelio y no necesitaban de Jesús. Por el contrario, uno se siente cada vez más pecador en la medida que más se acerca a Dios; y cada vez más siente necesidad de él. Todos los días precisamos pan y perdón, como pedimos en el Padre Nuestro. Por otra parte si Jesús habla de la alegría que hay en el cielo por la conversión de un solo pecador, esta alegría profunda la tendría que experimentar también quien recibe el sacramento. En el episodio de Zaqueo se habla del gozo extraordinario del pecador arrepentido.

Dios hace lo que nosotros no sabemos hacer: olvida los pecados (Is 43,25).Y cuando perdona, renueva a la persona por dentro; es como un nuevo nacimiento y como en todo nacimiento se hace fiesta.

El Evangelio invita a la confianza en la bondad de Dios, pero también invita a la conversión; su amor no puede quedar sin respuesta. La reparación del pecado no consiste en un breve rezo de oraciones, sino en un real esfuerzo de cambio, de conversión permanente. El sacramento no sustituye la conversión, sino que únicamente la celebra. La misericordia que Dios tiene para con nosotros, tiene que traducirse después por parte nuestra en misericordia para con el prójimo, ya sea a nivel personal como social. La misericordia no es tan solo amar al prójimo, sino poner al centro de nuestra atención a los “últimos” del Evangelio para que pasen a ser primeros (Mt 20,16). El papa Francisco sugiere la práctica constante de las 14 obras de misericordia corporal y espiritual. La misericordia también incluye necesariamente la justicia y la lucha por la dignidad de las personas y sus derechos. El papa Francisco lamenta en la Evangelii Gaudium que los cristianos “se limitan muchas veces a lo intraeclesial sin un real compromiso en la transformación de la sociedad” (n.102). No solo se trata de ayudar a los pobres sino de eliminar la pobreza, no solo de ayudar a las víctimas de la guerra sino de eliminar la guerra. No solo se trata de luchar contra el terrorismo de las armas, sino de acabar con el terrorismo de los intereses económicos y de una “economía que mata” (E.G. n.53). La solidaridad verdadera “reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada y debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde” (E.G. n.189).

Al comienzo del Año Jubilar de la Misericordia, inicia también una nueva etapa de Umbrales. Este material que ofrecemos para la meditación, la celebración y la organización comunitaria del Año Santo, llega a través del sitio web; con la esperanza que pueda ser aprovechado por nuestros lectores. Será un estímulo para seguir en nuestra tarea.