- UNA OVEJA EXTRAVIADA
El buen pastor en el Evangelio (Lc 15,4-7) conoce a sus ovejas una por una, las llama y las saca fuera del redil para llevarlas a las praderas; y busca reunir a las ovejas dispersas para protegerlas y ampararlas en el único rebaño. Los pastores en aquellos tiempos les daban un nombre a las ovejas como hoy se hace con los perros hogareños y ellas conocían la voz del verdadero pastor, mientras que instintivamente huían del extraño. Para el buen pastor no hay simplemente un rebaño; con cada oveja tiene un trato personal. Para los ladrones y los bandidos las ovejas no tienen ni rostro ni nombre; son una masa anónima para subyugar y despojar. Si se pierde una oveja, el pastor hace de todo para recuperarla. Antes que nada se da cuenta enseguida que falta una oveja en el redil porque las cuenta una por una al atardecer. En nuestras comunidades muchas veces sucede que puede alejarse, enfermarse o morirse alguien y nadie se entera. El pastor no espera que vuelva la oveja por su cuenta; puede estar herida o haber perdido el rumbo. Sale de noche a la luz de una antorcha para buscarla, hasta que la encuentra. El buen pastor está atento y oye los gritos y clamores de sus ovejas. Si ella se rehúsa a seguirlo no la violenta, pero tampoco se desanima y vuelve a buscarla hasta que la oveja se deja llevar mansamente. Él quiere absolutamente a todas sus ovejas y asegura que “nadie las arrebatará jamás de mis manos” (Jn 10,29).
El pastor no busca la oveja por ser la más bella o la más gorda; no tiene un valor extraordinario. Simplemente, sin su ayuda ella no podría reencontrar el redil. La oveja, cansada de dar vueltas o herida, quizás se haya tirado al suelo desanimada sin lograr levantarse para caminar. Por eso el pastor la levanta con cariño, sin rezongos, la pone sobre sus hombros alrededor del cuello, agarrando con las manos sus patitas y emprende el regreso. Al llegar, despierta y convoca a todos sus compañeros para hacer fiesta. La oveja rebelde vuelve al redil, no por su propia iniciativa sino ganada por el amor y la ternura del pastor. La parábola de la moneda perdida (Lc 15,8-10) también significa lo mismo: el amor personal y apasionado de Dios para cada uno de sus hijos, sobretodo si se encuentra en dificultad. Ahora ya no son cien ovejas, sino tan solo diez dracmas. Para Dios poco importa el número; por una sola moneda la mujer revuelve la casa. Se trata de una casucha pobre y sin ventanas. La mujer prende la lámpara, barre la casa, busca en todos los rincones hasta que oye el ruidito de la moneda sobre el piso de roca. Reúne entonces a las amigas parta festejar.
A Dios ni un solo hombre le es indiferente; “no quiere que nadie se pierda” (Mt 18,14). En la comunidad cristiana no hay que privilegiar la lógica del número, del prestigio sino del amor a cada persona. Todo el capítulo 15 de Lucas habla de una sola oveja, de una sola moneda, de un solo hijo que se han perdido; y él ha venido a “buscar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).
Hay que ganar a ese único hermano que se ha extraviado, con una búsqueda obstinada como la del pastor. Hay que cuidar a “los más pequeños” (Mt 25,40) y débiles de la comunidad para que no sean víctimas de nuestros errores e impaciencias. Nos cuesta creer que Dios nos ama personalmente y que hace de todo para recuperarnos. Es como un padre o una madre que, aún teniendo muchos hijos, más se preocupa por el hijo perdido como si fuera único. La oveja reencontrada es como si valiera más que toda la grey junta. El acento en estas parábolas cae sobre el gozo de Dios por la conversión de un solo pecador. Lo dice con énfasis Jesús: “en verdad les digo (casi un juramento) que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve, que por 99 justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lc 15,7). Sentándose a la mesa de los pecadores Jesús les dice que Dios está interesado en tener comunión con ellos. Sentarse a la misma mesa era un signo profundo de amistad. Es el mismo signo que Jesús elegirá para expresar su comunión con los discípulos y de los discípulos entre ellos. Era también un gesto de ruptura con las leyes y tradiciones del tiempo. También los escribas y fariseos volvían a aceptar a los pecadores después de su arrepentimiento y una severa penitencia; pero Jesús se anticipa y ofrece, él primero, su perdón. Cuando Jesús habla de la “justicia mayor” (Mt 5,20) que ha de distinguir a sus discípulos de los fariseos o de la “perfección” que ha de distinguirlos de los paganos (Mt 5,47-48), se refiere a esta actitud misericordiosa.
Los escribas y fariseos tenían una idea equivocada de Dios. Ellos pensaban que entre Dios y los pecadores hubiera enfrentamiento (eran sus enemigos) y por lo tanto había que evitarlos, rechazarlos. La “santidad” se concebía como separación de los pecadores y paganos.
Por eso Jesús es objeto de críticas y murmuraciones; hasta llegaron a llamarlo “comilón y borracho, amigo de pecadores” (Lc 7,34). Estos evangelios proclaman la dignidad de cada hombre aún pecador, aún extraviado y la posibilidad de su recuperación. Cada persona ha de ser tratada como hijo/a de Dios desde la concepción, en la enfermedad, en la discapacidad, en la buena y en la mala. El evangelio de san Mateo da mucha importancia a cada persona individual: “quien recibe en mi nombre a un niño (18,5); “el que escandaliza a uno de estos pequeños” (18,6); “cuidado de no despreciar a uno de estos pequeños” (18,10); “el Padre no quiere que se pierda uno solo de estos pequeños” (18,14); “cuando lo hicieron con uno de estos `pequeños” (25,40). Los “pequeños” no son los niños sino los últimos de la sociedad, los pecadores, los insignificantes, los marginados, los que no cuentan nada.
En Lc 15,4-7 y Mt 18,12-14 no se habla de 99 personas piadosas que se quedan en el redil y de un pecador que se pierde fuera del mismo. La contraposición se da entre la arrogancia de los 99 profesionales de la religión (Lc 15,2) que no necesitan del pastor, y la humildad del pecador que vuelve arrepentido a casa de la mano del pastor. Las 99 ovejas no representan al rebaño de Israel, sino a los fariseos y doctores de la Ley que se creen justos y desprecian a los pecadores; vagan por el desierto (Lc 15,4) o andan por los cerros (Mt 18,12) y no entran en el redil. Así le pasó al hijo mayor de la parábola del hijo prodigo que no quiso entrar en la casa del padre por despreciar al hermano. En estas parábolas se habla de conversión; pero no del pecador a la justicia(al camino de Dios), sino de la conversión de los “justos” a la misericordia.
- EL DEUDOR SIN PIEDAD
Esta parábola de Jesús que cuenta Mateo (18,23-35) se refiere probablemente a un lugarteniente del rey porqué se trata de una suma enorme que él debe al rey. Son diez mil talentos, es decir 100 millones de denarios o sea de jornadas de trabajo (ya que un talento equivalía a diez mil denarios). El funcionario se arrojó a los pies del rey pidiéndole una demora y prometiendo pagar todo aún sabiendo que era imposible. También el rey sabía que era imposible y en un gesto de bondad le perdonó todo, yendo aún más allá de lo que le había pedido. El rey se compadece de él (18,27) y el funcionario, en vez de ser vendido como esclavo, sale del palacio reestablecido en sus funciones. Pero al salir se encuentra con un servidor que le debía cien denarios y le agarra del cuello exigiéndole lo que le debía. También el servidor se echó a los pies del funcionario rogándole con las mismas palabras que le concediera una demora porqué era una suma que podía ir juntando. Pero el funcionario quiso enseguida la plata y mandó al deudor a la cárcel, hasta que sus parientes no pagaran todo. En realidad este funcionario actuó según sus derechos y las leyes del tiempo. Lo que irrita a los compañeros es la actitud mezquina y cruel del funcionario frente al perdón exorbitante que había recibido del rey por todas sus deudas. El perdón que nos debemos los cristianos unos a otros debería ser la consecuencia del perdón gratuito, desmedido y permanente que recibimos de Dios. La motivación del rey para condenar al funcionario es justamente esta: “¿No deberías tu también haber tenido compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?” (Mt 18,33). Por eso Jesús nos invita permanentemente a ser como Dios, el rey del relato. La novedad del “mandamiento nuevo” de Jesús (Jn 13,34) no está en una especie de heroísmo que él exigiría a los cristianos, sino en la motivación: tenemos que amarnos unos a otros porqué él nos amó.
Hay que entrar en la lógica de Dios, que es la lógica de la misericordia. Lo que este funcionario, quizás cobrador de impuestos, le debe al rey es algo irreal, enorme. Lo que le debemos nosotros a Dios, empezando por el don de la vida, es impagable. ¿Cuánto deberíamos pagar por el don de la vista, del oído, de la inteligencia, de la fe?. También el pecado es una deuda impagable. El perdón es puro don de Dios que solo podemos pedir. Hemos sido y somos perdonados todos los días más allá de nuestra imaginación. Mientras Dios perdona todo y enseguida, nosotros ni siquiera damos un plazo al hermano. Mientras Dios no hace valer sus derechos, nosotros nos portamos como personas crueles y sin piedad. El funcionario no le había pedido perdón al rey y solo había pedido una demora; ni podía imaginarse lo sorpresivo y grandioso de la magnanimidad del rey. También el hijo pródigo al volver a casa solo pretendía ser empleado de su padre. No conocían el amor de Dios. Por otra parte tampoco el funcionario se imaginaba la cólera del rey por el maltrato que él había hecho al compañero. Si el rey condena a ese hombre “malvado”, no es por la deuda que le debía a él, sino por no haber perdonado él también a su compañero. Ser perdonados implica perdonar. Hay que mirar siempre a lo perfecto nos enseña Papa Fancisco, pero “sin renunciar a la verdad, al bien, a la luz que se puede aportar cuando la perfección no es posible” (E.G.n.45). “Sin disminuir el ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posible de crecimiento de las personas que se van dando día a día» (E.G.n44).
Dios perdona siempre y en forma gratuita; pero su perdón no es barato. Jesús dijo claramente: “Si no perdonan a los hermanos, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6,15). No porque Dios sea rencoroso o vengativo, sino porqué nosotros mismos nos cerramos al amor de un Padre que nos quiere hermanos. El hijo mayor por no perdonar a su hermano, decide él mismo quedarse afuera de la casa paterna. Inclusive Jesús nos pide dar el primer paso para perdonar (Mt 5, 23-24). Es el rey que toma la iniciativa de perdonar al funcionario, lo mismo que Jesús al acercarse a los pecadores. Jesús no vino como juez, sino como un médico amigo (Mt 9,12). Y como médico no pretende que los enfermos se sanen antes por si mismos y después vayan a él; es él mismo que va hacia ellos y los ayuda a curarse. Esta parábola apunta también mas allá de nuestra vida personal. Cada día vemos el peso del odio y de los rencores que los pueblos vienen acumulando unos contra otros, muchas veces por conflictos económicos, de raza o de religión. El mundo necesita que se le enseñe a perdonar para no caer en la espiral de la violencia. Para muchos todavía, como en la antigüedad, la venganza es una ley de honor y el perdón una práctica humillante.
- COMPASION POR LAS MUCHEDUMBRES
Según el evangelio de Marcos (6,34-44), al ver a las muchedumbres que acudían a él, Jesús sintió compasión de ellas porque estaban “como ovejas sin pastor”; y entonces se puso a “enseñarles largamente”. Se trata del pueblo humilde de Galilea que quiere estar cerca de Jesús y escucharlo porqué se siente interpretado por él. Los pastores de Israel se habían olvidado del pueblo, y entonces Jesús le explica la Palabra de Dios porqué está desorientado y deprimido. El sentido de la vida es más importante que la misma vida. No se puede negar la Palabra de Dios a los pobres (a la que tienen derecho) hasta resolver sus problemas materiales; la Palabra les dará más fuerza para enfrentarlos. “Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio y los cristianos el deber de anunciarlo sin excluir a nadie”, dice Evangelii Gaudium (n.14).En un segundo momento, al caer la tarde, los discípulos piensan que su misión “religiosa” ya ha terminado y ahora les corresponde despedir a la gente. Pero les llega la orden tajante de Jesús: “¡denles ustedes de comer!” (Mc 6,37). Para Jesús la tarea no ha terminado. No hay que desvincular la espiritualidad, de las que son las necesidades básicas del hombre. Jesús no se hace el distraído como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano. La gente se encuentra en una zona despoblada, las casas están lejos y la gente no ha comido nada durante el día. El Evangelio es buena noticia no solo para el alma sino también para el cuerpo; para toda la persona humana.
Los apóstoles pensaban en el poco dinero que había en la bolsa del grupo para ir a comprar comida para tanta gente. Por eso querían despedir a la gente y que cada cual buscara arreglársela. Era la solución individualista, la que hoy llamamos capitalista por la cual unos pocos disfrutan, y la mayoría pasa hambre. Jesús no está de acuerdo con esta injusticia. El Dios de Jesús no es el Dios de las desigualdades entre pobres y ricos, entre puros e impuros, entre justos y pecadores, judíos y samaritanos. Jesús vino a romper todas las barreras y quiere que todos coman y coman hoy (no mañana) el pan de cada día. Además no quiere despedirlos en ayunas “para que no se desmayen por el camino” (Mt 15,32). En vez de comprar, Jesús habla de compartir. Un muchacho da el ejemplo y pone en común lo suyo: cinco panes de cebada y dos pescados. Jesús valora el gesto, aún si humilde y escaso, y pide a todos poner en común lo poco que tienen. Por su parte Jesús reza al Padre para que no le falte el pan a sus hijos y bendice los alimentos. Se da entonces la que se llama “multipliplicación” de los panes, obra de Dios y de la gente. El resultado es impresionante como el vino nuevo en Caná o la pesca milagrosa en el lago. Dios es sumamente generoso cuando sus hijos comparten. Efectivamente si en el mundo hubiera más fe y solidaridad, habría comida para todos y sobraría. Los alimentos que sobraron aquel día no se tiraron a la basura; servirían para el día siguiente. Este detalle puede considerarse una crítica muy fuerte al derroche y al consumismo exasperado de hoy.
En el episodio de la multiplicación de los panes Jesús no actúa solo. Él es el protagonista de todo, pero asocia en la obra a sus discípulos. La gente pensaría que eran los discípulos los que organizaban todo, distribuían la gente en grupos y repartían la comida. Jesús es discreto; trabaja en equipo y promueve los líderes de las futuras comunidades. Por eso también hoy la Iglesia ha de interesarse de los problemas sociales involucrando sobre todo a los laicos para que, orientados por la Doctrina Social, luchen por una sociedad más justa y solidaria. Dios no quiere resolver nuestros problemas en nuestro lugar; no es paternalista. A Jesús no le importa que el milagro despierte en la gente un entusiasmo mal orientado que terminará con querer hacerlo rey. Tampoco les procura el alimento por afán de proselitismo. Jesús actúa movido simplemente por la compasión y la solidaridad. Produce un signo de cómo Dios quisiera el mundo, de lo que será el Reino de Dios. Lo que importa es cambiar las relaciones entre personas, sentirnos responsables los unos de los otros como hermanos. Aunque los apóstoles hubieran comprado comida para toda la gente, eso sólo habría sido beneficencia. Dios por el contrario nos pide compartir lo propio como en familia. Cuando tenemos poco y la necesidad es mucha, la tentación es la de no hacer nada en vez de aprovechar lo poco que tenemos y hacer algo. La compasión de Jesús no solo soluciona el hambre de la gente sino que es capaz de realizar una verdadera comunión entre la gente; y la muchedumbre se transforma en pueblo. Ese muchacho con esos pocos panes y peces representa a las comunidades cristianas en su impotencia para lograr una mayor justicia y fraternidad; solo gracias a Jesús pueden lograrse. Sólo la Eucaristía construye la comunidad. La gente que antes era como un rebaño sin pastor, ahora tiene el Pastor que la alimenta con la Palabra de Dios, el pan de cebada y el pan de la Eucaristía.
- LA PROSTITUTA EN CASA DE SIMON
Jesús es huésped de un rico fariseo que le ofrece un banquete (Lc 7,36-50). La puerta de la casa está abierta, como se usaba en esa época cuando el huésped era un personaje importante para que todos pudieran verlo. De pronto entra una mujer conocida como prostituta. Todos se burlan de ella. Pero ella va directamente hacia Jesús superando todas las barreras. Corre el riesgo de la humillación, rompe el clima del banquete y se tira a los pies de Jesús con audacia y con la seguridad de que él la comprenderá. Tiene un frasco de perfume y empieza a ungir los pies de Jesús; rompe a llorar, se quita el pañuelo de la cabeza, suelta el cabello (era un deshonor hacerlo en público) y con sus cabellos seca los pies de Jesús. Sin decir palabra confiesa públicamente sus pecados ante Dios y los hombres. Todos esos gestos significaban que ya se sentía perdonada; son el desahogo de un amor agradecido. Ella seguramente había oído hablar de Jesús y de su bondad. Ella intuye de que Jesús ya la ha perdonado y le agradece como puede, a su manera. La mujer ama mucho porqué se le ha perdonado mucho. Es el sentido de la frase: “le han sido perdonados sus muchos pecados y por esto (no “porque”) ha amado mucho” (Lc 7,47). Su amor es consecuencia del perdón recibido; este siempre es iniciativa de la misericordia de Dios. Jesús también intuye las ganas de cambiar de esta mujer, aunque no hable. Ella es como el publicano en el templo que tan solo se golpea el pecho. Jesús, al que no se le escapa ningún detalle de lo que ella hace, la defiende frente a todos.
Jesús no rechaza a la pecadora, mientras Simón, el dueño de casa, se escandaliza y solo se explica la actitud de Jesús pensando que no conoce a la mujer (y por lo tanto tampoco es profeta). Por el contrario Jesús es profeta porqué conoce perfectamente los pensamientos no solo de la mujer sino también de Simón. Este piensa ser el único honrado y que Jesús es un ingenuo que no se da cuenta de ser engañado por la mujer, ya que esta pertenece a una categoría de gente que no puede convertirse. Los ojos nuevos de Jesús sin embargo saben ver lo que los demás no ven, es decir el amor agradecido de la mujer con sus “exageraciones” que parecen locura. Ahora ella puede empezar a amar de veras porqué se siente amada de veras. Mientras el fariseo Simón quería conocer a Jesús, la que lo conoció de veras fue esta pecadora. Simón no se compadece de la mujer; solo ve estropeado su almuerzo y no se anima a echarla estando Jesús. No se pregunta porqué está llorando, porqué llegó a prostituirse, si tiene voluntad o no de salir de su situación. Esa mujer está catalogada y fichada para siempre. Simón es presuntuoso y se cree con el derecho de juzgar y condenar a la mujer. Hasta se siente superior al mismo Jesús y por eso no hace ningún gesto de hospitalidad hacia él. Él ama poco porqué piensa que debe poco. El cree no necesitar de nadie ni de nada, porqué cumple con la Ley.
Jesús había advertido las murmuraciones de los presentes y el escándalo de muchos, pero no se retracta de su actitud y añade dirigiéndose a la mujer: “Mujer, quedan perdonados tus pecados. Tu fe te ha salvado” (Lc 7,50). La mujer había quemado todos los barcos y cortado todos los puentes; su total confianza estaba puesta ahora solo en Jesús. Ella ha creído en la misericordia de Dios y se siente salvada sin merito alguno de su parte. Jesús también cree en ella y confía en que su vida cambiará. No le hace preguntas indiscretas, no le pone condiciones, no le pide garantías; no quiere humillarla. Frente a la delicadez de Jesús, la mujer se siente hasta honrada. Es como el hijo pródigo al que se le pone el vestido más bello y el anillo al dedo. Es inclusive presentada como modelo por sus atenciones hacia Jesús, como Jesús hará con el samaritano de la parábola por sus atenciones hacia el herido. Ella es la primera que hace algo por la persona de Jesús con sus gestos llenos de cariño. Le lava los pies con sus lágrimas como hará Jesús con sus apóstoles. Ella ya había sido perdonada por Jesús; sin embargo él la vuelve a perdonar públicamente para que quede claro a todos que él ha venido a ofrecer la misericordia y el perdón de Dios a todos los pecadores.
El fariseo Simón es hombre “justo” y trata correctamente a Jesús, pero no necesita de su misericordia y por eso también actúa sin misericordia con la mujer. Es la imagen del cristiano tibio que observa los mandamientos de Dios y los preceptos de la Iglesia, pero no ama. Para Jesús el cristiano verdadero no es el cumplidor de la Ley sino “el que ama más” (Lc 7,47). Con una breve parábola Jesús intenta hacer comprender al fariseo que lo que debemos a Dios es amor y no deudas a pagar. El pecado de Simón es mucho más grave que el de la pecadora, porqué revela un total desconocimiento de Dios. La religión del fariseo es algo semejante a una contabilidad: Dios lleva la cuenta de las faltas a la Ley para luego premiar al que ha cumplido y castigar al que no. En cambio Jesús nos enseña que Dios es un padre amoroso y que en la medida que tomemos conciencia de lo mucho que nos ha perdonado y nos perdona, lo amaremos cada vez más. En Jesús encontramos el reflejo de la ternura misericordiosa del Padre.
5. EL RICO DERROCHÓN
La parábola del rico “epulón” (=derrochón) y Lázaro enseña cómo la misericordia supera la justicia, pero necesariamente la incluye y la exige. Dios conoce a los pobres y humildes; por eso el pobre de la parábola tiene un nombre: Lázaro (=Dios ayuda), y él realmente solo espera en la ayuda de Dios. Dios no conoce el nombre de los ricos porque son ateos; su Dios es el dinero y se identifican con su riqueza: “un hombre rico” (Lc 16,19). En la parábola no se condenan a los ricos por ser ricos, sino a los que acumulan injustamente los bienes de todos, a beneficio propio. El pobre comía las migajas que usaba el rico para limpiarse las manos y que tiraba después a la basura. El pobre estaba enfermo y los perros, más comprensivos que el rico, le lamían las llagas. En esas condiciones Lázaro era además considerado como un pecador castigado por Dios y por lo tanto era de evitar. Está claro el contraste: uno que tiene todo y otro que no tiene nada. Es como un abismo, una brecha profunda que hay entre los dos. El primero tira el dinero en fiestas y comilonas, en vez de invertirlo en producir bienes y fuentes de trabajo. La púrpura y el lino del rico contrastan con el pobre que no tiene ropa ni techo y vive con animales en la inmundicia. Lo que más llama la atención es que son vecinos y ni se conocen. El rico sale y entra, indiferente, como si no viera a Lázaro que mendiga a la puerta de su palacio; conoce la Ley de Dios pero vive como si Dios no existiera (no le hace falta). Tan solo piensa en si mismo y vive a espaldas de Dios y del prójimo. Cuando mueren ambos, para el rico hay un entierro de lujo y del pobre nadie se acuerda; son los ángeles que lo llevan al cielo (Lc 16,22). Pero los hombres no tienen la última palabra; queda el juicio de Dios. Aquí todo se da vuelta: el pobre va con Dios y el rico va al infierno. Y la brecha que existía entre el rico y el pobre en el mundo, sigue todavía después.
Lázaro, que no había podido participar en los banquetes del rico, en el nuevo mundo “está sentado” a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob …Lázaro encuentra amigos, mientras el rico está solo y desesperado (el infierno es la soledad más absoluta). La parábola no quiere decir que Lázaro vaya al cielo tan solo por ser pobre, sino que Dios está del lado de los pobres. Lázaro tenía hambre y ahora es el rico que tiene sed. Este se dirige a Abrahán como “padre”, pero no habiendo reconocido a Lázaro como “hijo de Abrahán” y por lo tanto como hermano, sigue estando separado también de Abrahán y de Dios por un “abismo” (16,26). Es como el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo que al no reconocer al hermano, se distancia también del padre. Así como la salvación para el hermano mayor era acoger al hermano menor, para el rico era acoger al pobre. El rico es condenado por “no ver” al pobre y se lo condena también por “no escuchar a Moisés y a los Profetas” (Lc 17,29) . Es ciego por no ver al pobre y sordo por no escuchar la Palabra de Dios en favor de los pobres. En realidad los protagonistas concretos de la parábola son los cinco hermanos del rico que todavía viven sobre la tierra y gozan egoisticamente sin sospechar la cólera de Dios que se acerca. Son personas materialistas y ni un milagro sería capaz de convertir su existencia. Igual que los fariseos, también el rico hablando con Abrahán pretende para sus hermanos un milagro espectacular con la ilusión de que esto los convertiría a Dios. Ellos también como todo el mundo van a la sinagoga y conocen las Escrituras. Por eso Abrahán le dice terminantemente al rico: “Tienen a Moisés y a los Profetas, ¡que los escuchen!” (16,29).
Jesús no dice que los ricos no puedan salvarse, sino que les va a resultar imposible si no se convierten a Dios y al Evangelio. La vida no es para hacer dinero, sino para construir un mundo cada vez más justo y fraterno. Esta parábola es una parábola de la misericordia de Dios para con los pobres. Pero no es simplemente en favor de la limosna (también los fariseos practicaban la limosna). Es la denuncia de una injusticia institucionalizada que hace que haya una brecha cada vez más profunda entre ricos y pobres , entre países ricos y países pobres. Hace más de 35 años se hablaba en el documento de Puebla, y más tarde en el de Aparecida, de una “brecha creciente entre ricos y pobres” y de los numerosos rostros golpeados por la pobreza. Esa brecha sigue.
Dios quiere un cambio de las estructuras injustas, equidad para todos sus hijos para reunirlos en la misma mesa. Si no queremos encontrarnos un día distanciados de Dios en su Reino por un profundo abismo, hay que superar ya ahora mismo los abismos, las brechas y barreras que separan a los ricos de los pobres, a los países ricos de los países pobres. Esta parábola es semejante al relato del juicio final donde Dios nos pedirá cuenta de lo que hicimos para otro mundo posible, sin hambrientos, sin sedientos, sin prófugos ni marginados. El Papa Francisco ha denunciado en la isla de Lampedusa “la globalización de la indiferencia” frente a millones de víctimas inocentes de la guerra, el hambre, las persecuciones y la violencia; y ha pedido a las comunidades cristianas ser “islas de misericordia en un mar de indiferencia”.
6. LOS TRABAJADORES DE LA VIÑA
En la parábola del hijo pródigo el protagonista es el padre y no el hijo; aquí también en esta parábola (Mt 20,1-16) el protagonista es el dueño de la viña y no los trabajadores. Este señor va cinco veces a la plaza del pueblo para buscar peones en tiempo de vendimia. Quiere darles trabajo a todos. También a los que se presentan a las cinco de la tarde, es decir una hora antes de la puesta del sol, los envía a la viña. Es como Dios que quiere darnos oportunidad a todos y en todo momento de la vida para trabajar en su viña. Pero el mensaje central se da en la segunda parte de la parábola. El dueño paga por igual a todos con un denario, que era un jornal justo y digno en aquel tiempo. Empieza por los que han trabajado solo una hora y deja por últimos a los que han trabajado 12 horas (desde las 6 hs. de la mañana hasta las 18 hs.) bajo el sol ardiente de la jornada. La reacción inmediata de los trabajadores de la primera hora es quejarse por la injusticia. Es la reacción espontánea que puede tener también el oyente frente a un pastor que deja abandonadas 99 ovejas para buscar a una sola, frente a un padre que hace la fiesta más grande para el hijo infiel y en este caso frente a un señor que da el mismo sueldo a los que han trabajado todo el día y a los que una hora sola. Hay que tener presente que también esta parábola va dirigida a los fariseos que sienten envidia y bronca por la bondad de Jesús para con los pecadores. Ellos creen que Dios recompensará sus meritos y los condenará a ellos.
En realidad los obreros de la primera hora no se quejan por el sueldo que es justo, sino por ser tratados igual que los últimos, por envidia. Critican al patrón por no establecer divisorias, barreras entre buenos y malos, entre los que trabajan y no (los últimos no merecen nada), entre los que se ganan el pan y los que no. El dueño empieza por pagar primero a los últimos, porque este evangelio quiere destacar justamente las reacciones de los primeros. El dueño de la viña es un señor que se compadece de todos los desocupados que hay en la plaza; sabe que esta gente vive al día y si no trabaja no come. Un denario era suficiente para que comiera toda la familia; por el contrario el salario de una hora hubiera sido insuficiente para dar de comer a los hijos. Este señor quiere que haya trabajo y pan para todos. No deja de amar a los primeros, pero se compadece de los últimos.
Es la misma compasión de Jesús cuando veía a la gente hambrienta y no quería que desfalleciera por el camino. Es que la misericordia y la bondad van más allá de la justicia, del derecho y la ley. El mensaje es que en la mesa del Reino no habrá privilegios ni categorías sociales. Dios no castigará a unos ni recompensará a otros; para él todos son sus hijos. Lo que tendrán que hacer los últimos será felicitar a los primeros por la suerte que han tenido de colaborar con Dios desde temprano; y los primeros tendrán que felicitar a los últimos por la misericordia que Dios ha tenido con ellos.
La conducta de Dios no se opone a la justicia; la sobrepasa porque su norma es una bondad sin límites. Queda excluido tan solo el que rechaza a los compañeros y se niega a sentarse a su lado. Es lo que sucede también en la parábola del hijo pródigo; el hermano mayor que ha trabajado duro siempre y que siempre se ha quedado en casa, ahora no quiere entrar porqué no quiere reconciliarse con su hermano. Los obreros de la primera hora, igual que el hijo mayor con el padre, han tenido con el dueño un trato comercial. Los obreros de la última hora por el contrario se encuentran con las manos vacías, sienten que no merecen nada. Han llegado tarde a la plaza (quizás vienen de aldeas lejanas) para buscar trabajo y ahora no pretenden nada del dueño. Los de la primera hora por su parte no comprenden al dueño y murmuran (como el hijo mayor y los fariseos). Ellos tratan con los últimos a distancia, se sienten superiores a ellos y los desprecian. El significado de la parábola es que Jesús quiere dar una buena noticia a los “últimos”, es decir a los pecadores. De últimos pasarán a ser primeros (Mt 16,20). Es como el rey que para el banquete de bodas de su hijo, debido al rechazo de los primeros, invita a todo el pobrerío y la sala se llena (Mt 22,10). Sin embargo parecería del relato de los trabajadores de la viña que entonces no hay proporción entre el trabajo y la retribución. ¿No es demasiado barata la misericordia de Dios? ¿Para qué esforzare tanto para hacer el bien? Era el razonamiento de los primeros que no entraban en la lógica amorosa y gratuita de Dios. Nadie puede pretender nada de Dios, como si fuera un empleado con su patrón. El padre, que es Dios, le dice al hijo mayor: “Todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31). Si hay una relación filial con Dios, la recompensa mayor será vivir en la casa del padre como hijos y hermanos en familia, unidos por el amor. También el Papa Francisco ha dicho que la Iglesia debe ser “la casa paterna donde hay lugar para todos y cada uno con su vida a cuestas, y no una aduana” (E.G. n.47).
7. EL BUEN SAMARITANO
Un escriba le pregunta a Jesús (Lc 10,25) qué hay que hacer para poseer la vida eterna. El escriba quizás piense que haya que multiplicar los esfuerzos, los meritos, las buenas obras. Por el contrario, para mostrarle que la vida eterna no se conquista sino que es un don de Dios, Jesús le presenta como modelo a uno que no tiene nada; no tiene Templo, no tiene las Escrituras, no es judío, no es religioso. Se trata de un comerciante que va cabalgando sobre su burro hacia Jericó para sus negocios. Jesús le recuerda al escriba el precepto bíblico del amor a Dios y al prójimo, pero el escriba quiere saber quien es el prójimo: ¿el judío?, ¿el justo?, ¿el prosélito?, ¿el extranjero?. La respuesta está implícita en la parábola; el prójimo es “un hombre” (Lc 10,30) sin nombre ni apellido, sin que se sepa el color de su piel, ni su nacionalidad, ni su religión.., que se encuentra por el camino y precisa ayuda. Pero para Jesús lo más importante para obtener la vida eterna no es saber quien es el prójimo sino hacerse prójimo. El problema principal no es a quien se debe amar, sino como amar. La pregunta del escriba no tiene sentido; es como preguntar hasta donde llega la obligación de amar (como cuando Pedro pregunta hasta donde llega la obligación de perdonar).
Jesús enseña que el amor al prójimo hay que encararlo partiendo de la necesidad del hermano, poniéndonos en el paño ajeno. Hasta la pastoral hay que pensarla desde el otro, desde la realidad, desde los pobres, desde las periferias. Puede ser que el sacerdote y el levita hayan tenido un sentimiento superficial de lástima hacia el herido. Quizás hayan pensado que éste individuo algo habría hecho, que estarían allí todavía los ladrones, que quizás era un falso herido, que podía pasarle algo a ellos también, que no podían tocar la sangre por la cuestión de la impureza ritual, que no podían hacer nada y en definitiva que no era cosa de su incumbencia. Por el contrario el buen samaritano (que representa a Jesús) invierte la perspectiva y se pregunta: ¿Qué le pasará a este hombre si sigue sangrando y se lo deja abandonado?. También el samaritano hubiera tenido, igual que el sacerdote y el levita, motivos de sobra para seguir de largo: el lugar era peligroso, el samaritano no era ni médico ni policía, el herido era judío y entonces un enemigo, lo esperaba en Jericó una jornada de trabajo. Este samaritano sin embargo solo se concentra en el herido; no se fija si es judío o no, si es justo o pecador, si es amigo o enemigo. Al ver sus heridas y al escuchar sus gemidos, se conmueve, se le mueven las entrañas y actúa.
En la parábola hay una evidente crítica a los religiosos que solo se preocupan del culto pero no del prójimo; no son misericordiosos (y así no imitan a Dios). También para los cristianos es muy común dar rodeos para evitar a los que nos molestan, apurar el paso para evitar a los que nos incomodan con sus problemas, hacer buenos discursos pero fallar en la práctica. Hay aquí unos representantes del culto y alguien excluido del culto (por ser samaritano, o sea hereje). Pero es este último que se conmueve y se compromete. El que agrada a Dios, sea quien sea, es el que se asemeja al Padre porque practica la misericordia. Jesús es un laico que le está hablando a un teólogo y le pone como ejemplo no a un laico sino a un hereje, a uno que probablemente no practica la religión y que simplemente obedece a su conciencia. Lo que quiere decir Jesús es que la caridad tiene prioridad aún sobre el culto. Toda la sabiduría teológica del escriba no sirve de nada, si su vida no está orientada por un amor eficaz, gratuito y generoso al hermano. El escriba parece aceptar la lección y el ejemplo del “samaritano”, aunque se niegue a pronunciar esa palabra (Lc 10,37).
El samaritano nos muestra como hay que “hacerse prójimo”, como hay que aproximarse a un herido. Se detallan nueve verbos. Baja de la cabalgadura, se le acerca (el amor a distancia no existe), le venda las heridas (demuestra calidez y calor humano), le echa aceite y vino (para aplacar el dolor y desinfectar), lo carga sobre su burro (ya cargado de mercancía), camina a pie hacia una posada, se encarga de cuidarlo (lo asiste y acompaña en la emergencia), lo entrega en custodia al posadero, paga todo de su bolsillo. Son los detalles de la misericordia. Este hombre paraliza su viaje (puede que en Jericó tuviera compromisos importantes), pierde su tiempo con el herido y lo acompaña hasta que el pobre pueda solventarse solo. Gasta en medicinas, alimentos y estadía. La solidaridad es sentirse hermano, compañero, responsable del otro, compartir con él la desgracia. El samaritano no quiere además crear dependencia, no busca gratificaciones. Se levanta temprano al rayar el alba para ganar el tiempo perdido y se va; ni se despide del otro que todavía descansa. Quiere evitar al otro la preocupación de resarcir la deuda que tenía con él. Tampoco deja su nombre, como tampoco se sabe el del herido. Es un hombre que ayuda a otro hombre. El samaritano además confía en el hombre de la posada, no se siente indispensable, no pone cara de héroe; cumplió simplemente con su deber. En todo el relato nadie habla; son los hechos que hablan. Cuando el herido se levanta, ya curado y sano, el samaritano ya no está, ni ha dejado rastro alguno.
Del relato se desprende que para hacerse prójimo de uno hay que romper barreras, superar prejuicios, vencer el miedo, tomar la iniciativa, perder tiempo, compartir lo propio, acercarse a la persona para escucharla y dejarla mejor. Hoy muchas veces se atienden a las enfermedades pero no a los enfermos; las personas son consideradas como números, fichas, casos. Jesús atendía a tantas personas quebradas por el dolor, dialogando con cada una y sin preguntar si iban al templo, si eran religiosas, si merecían una curación. Lo que lo movía era la compasión.
8. EL PADRE INCOMPRENDIDO
El tema central en la llamada “parábola del hijo pródigo” (Lc 15,11-32) no es el arrepentimiento del hijo menor, sino el amor desbordante del padre que es incomprendido por ambos hijos, y que por lo tanto tampoco logran ser hermanos. El hijo menor reclama su parte (un tercio de los bienes), convierte todo en dinero y se va. No sale de casa para buscar trabajo o un futuro mejor. Simplemente quiere ser independiente. No tolera ninguna disciplina. No conoce realmente a su padre. Su vida desordenada lo lleva al hambre y a ser esclavo de un patrón como cuidador de chanchos (el pecado no solo aleja de Dios sino que deshumaniza y esclaviza al hombre). El joven se da cuenta del error cometido, pero piensa haber perdido la confianza de su padre. Quería llegar a ser libre y termina siendo esclavo. Entonces decide volver a casa; pero no piensa en el padre sino en el pan que comen los empleados de su casa y que él no puede disfrutar. Se ha reducido a comer bellotas. El padre lo había dejado ir respetando su libertad, sufriendo pero sin recriminaciones y confiando en que algún día volvería. El sufrimiento del padre no era por la afrenta del hijo, por sentirse ofendido, sino por los problemas que iba a tener el hijo lejos de casa. El amor del padre es más fuerte que la rebeldía del hijo, no desespera de él, cree en que volverá y lo espera todos los días. Desde la azotea un día lo vio de lejos. Se conmovió (sintió estremecer las entrañas) y se puso a correr, como perdiendo el control y todo atisbo de dignidad hasta alcanzarlo. Casi ni le importa lo que dice el joven que le pide ser uno de sus sirvientes; lo interrumpe, lo abraza y besa en la mejilla como hijo, le hace poner el vestido más lindo, el anillo símbolo de autoridad en la casa, los zapatos por ser hombre libre y no esclavo. Da órdenes tajantes a los sirvientes y con su alegría parece casi enloquecido; con impaciencia, quiere en seguida una gran fiesta. El padre no tiene pruebas y garantías del arrepentimiento del hijo; tampoco le pregunta nada, no le exige nada, no quiere humillarlo, ya olvidó todo, esa es su casa. En realidad el padre ya lo había perdonado desde siempre.
El hermano mayor que vuelve del trabajo y se entera de la fiesta, se irrita, siente envidia, cree que el padre comete una injusticia, como en el caso de los obreros de la primera hora. Tampoco él conoce a su padre y lo trata como a un patrón. Es el retrato de la persona religiosa, observante, que cumple con sus deberes. La palabra “padre” pronunciada cinco veces por el hijo menor, nunca aparece en los labios del mayor. Vive en la casa de su padre como un extraño, se junta y se divierte con sus amigos fuera de casa. No está contento que su hermano haya vuelto y que se le haga una fiesta que no se merece. No quiere sentarse a la mesa con él que es un pecador. Exige para sí el becerro gordo; él sí se lo merece, no el hermano. No quiere entrar en casa, no quiere participar de la fiesta. Como pago por su trabajo y su obediencia, nunca recibió ni un cabrito. Él se siente “justo”, merecedor de un trato privilegiado, como los obreros de la primera hora. Quiere que el padre castigue al menor. El padre sin embargo quiere a sus dos hijos por igual; no hace comparaciones. Es el hermano mayor que se compara, juzga y desprecia al hermano menor. El padre no juzga ni condena; ambos son sus hijos. También en el caso de este hijo, el padre toma la iniciativa y sale otra vez de casa para “rogar” al hijo que entre. Lo escucha, lo llama “hijo mío”, le reconoce su trabajo. Le explica, como el dueño de la viña a los trabajadores, que no es injusto porqué “todo lo mío es tuyo” (15,32); tiene el privilegio de estar siempre en la casa paterna, vivir con él y tenerlo todo en común. Además el hijo que ha vuelto no es un extraño sino su hermano. Pero la envidia del hermano mayor, así como la de los obreros de la primera hora (y la de los escribas y fariseos), hace que el Evangelio no sea para ellos una alegre noticia. No hay alegre noticia para los que piensan que su obediencia a la Ley de Dios es el medio para ganarse su benevolencia y no una respuesta al amor gratuito y desbordante de Dios. Sin gratuidad no hay verdadero amor y sin amor no hay gozo. Así como el hijo menor no se había dado cuenta que al alejarse del padre no sería feliz, así también el hijo mayor no se da cuenta que al distanciarse del hermano tampoco será feliz.
Nadie de los dos hijos había comprendido al padre. El mayor se consideraba un esclavo bajo patrón, el menor quería llegar a ser un esclavo bien pago. Las exigencias que los dos ponían a su padre (el primero la herencia, el segundo el becerro), manifiestan que no había amor de hijos sino intereses. Uno quería independizarse de él, el otro aprovecharlo. El amor del padre hacia los dos es sincero, fiel y sin condiciones. Al final el hijo menor, atrapado por el amor y la acogida extraordinaria del padre, se arrepiente y se reintegra a la familia. El hijo mayor, devorado por la bronca contra su hermano, no quiere entrar y se queda afuera. La religión de este muchacho es el deber y la recompensa, lo mandado y lo prohibido, pero no el amor. El padre no le reprocha nada tampoco a él y no le obliga a entrar. Sufre porqué los hermanos están distanciados, así como sufría por el hijo perdido; quiere a todos unidos en su casa. La conversión del “justo” es más difícil que la del pecador. Pero el padre queda esperando y la puerta queda abierta.
9. EL JUICIO UNIVERSAL
No es una parábola; es una escenificación profética. Es el Cristo glorioso, Rey del universo, no ya solo de los judíos como figuraba en el letrero de la cruz. El rey se sienta sobre su trono y reúne a toda la humanidad de todos los tiempos. Es como el pastor que al caer el día, separa las ovejas de las cabras. Es una separación de las personas que van formando dos pueblos nuevos, uno a su derecha (cerca de él) y el otro lejos de él. Cuatro veces se repite la enumeración de seis situaciones de extrema indigencia (tener hambre, tener sed, ser extranjeros, estar enfermos, presos, desnudos) de hermanos nuestros, sobre las que seremos interpelados. Todo dependerá del “haber hecho” o “no haber hecho” lo que los “últimos” de nuestros hermanos nos pedían. La razón es que Jesús se identifica con ellos y los llama “mis hermanos más pequeños” (Mt 25,40,45); son los hermanos del Rey. Ellos nos juzgarán. Esta separación de las ovejas de los chivos recuerda la obra creadora de Dios en los comienzos de la historia cuando separó la luz de las tinieblas. Aquí también hay una nueva creación, una nueva humanidad de los hijos de la luz que conformará el Reino de Dios en su etapa definitiva. Es un rey que no quiere nada para sí; quiere ser servido en los más pequeños de sus hermanos. “Así como yo los he amado, ámense unos a otros”, dice Jesús (Jn 15,12). El rey mesiánico en la Biblia es el que defiende a los oprimidos. La reiteración llamativa de estas situaciones inhumanas e injustas, es para subrayar la urgencia de la solidaridad. No se puede decir de no haber visto, de no haber oído hablar de ellas. Se trata de derechos humanos fundamentales. No se trata de amar a cualquiera, sino de “hacer” algo para los que son excluidos, marginados, olvidados. La culpa de los que son condenados no es por haber cometido graves pecados (del rico derrochón no se dice que fuera un mal marido o un padre malo y violento o que no fuera religioso); el pecado es de omisión. Olvidarse de los hermanos que sufren es el pecado más grave de todos; es como matar o dejar morir a una persona. Varias veces se repite que en el Reino de Dios los “los últimos serán primeros” (Mt 20,16).
Si Cristo se identifica con los hambrientos, los que sufren en una cárcel, en un hospital o son víctimas de la miseria, de la guerra o del sucio dinero, no es porque sean buenos y se lo merezcan o porque sean cristianos; simplemente porque sufren y Jesús se compadece de ellos. Él asume, hace propio su sufrimiento, sufre con ellos aunque sean malos o no lo conozcan. Jesús recibirá en su Reino a todos los que han practicado la justicia, el amor y la misericordia en este mundo, aún no siendo cristianos. Este juicio será para todos los hombres, pero obviamente y de manera particular para los cristianos a los que se les ha dejado el mandamiento del amor. No bastará declararse “hijos de Abrahán” o católicos y clamar: Señor ,Señor… (Mt 7,22). Cabe una pregunta: ¿por qué entonces los buenos como los malos se sorprenden del juicio del Rey?. La respuesta es que los “buenos” han actuado siempre por amor y con total gratuidad, sin cálculos, sin pensar en la recompensa como enseña el evangelio (Mt 6,3). O simplemente han actuado movidos por la compasión como el buen samaritano que no era ni religioso. Han actuado practicando la misericordia a ejemplo del Padre (Lc 6,36) y por eso entran en el Reino del Padre. Los “malos” quizás pensaban que la religión era tan solo cuestión de rezos y prácticas religiosas o que una vida buena significara vivir una vida individualista, siendo buenos ciudadanos pero sin interesarse de los demás. Cabe también otra pregunta: ¿es entonces suficiente para un cristiano agradar a Dios haciendo buenas obras, haciendo el bien?. No es este el sentido del evangelio. A los cristianos se les pedirá más porque han recibido más. El mundo no necesita tan solo de pan, agua, ropa, techo sino de la verdad, de la fe en Cristo, de la Palabra de Dios, de los sacramentos , de la esperanza en la vida eterna. De Jesús recibiremos la fuerza de amar como él nos amó. Si se lee además con atención el relato, no se nos pide simplemente a los cristianos un altruismo filantrópico. Se trata de amar a Jesucristo en la persona de sus “hermanos”. Esta es la fundamentación teológica de la opción por los pobres en la Iglesia. Seremos juzgados sobre una ceguera de fondo; no haber reconocido a Jesús en los hermanos que sufren.
La enseñanza de Jesús por lo tanto es que seremos juzgados fundamentalmente sobre “su mandamiento” (Jn 15,12) , es decir sobre lo que hayamos hecho para transformar este mundo en un mundo de hermanos sin hambrientos, sin sedientos, desnudos, presos, enfermos, emigrantes… El evangelio no se agota en la honradez personal. Jesús propone como valores fundamentales sobre los que deben fundarse las relaciones personales y sociales: la verdad, la justicia, la solidaridad, el amor fraterno. A estos valores hay que defenderlos y difundirlos, aún a costa de la vida. El catálogo de Mt 25 no es completo y además abarca también las obras de misericordia espiritual, en especial la evangelización que los cristianos estamos llamados a promover en pos del Reino de Dios que ya ha comenzado con Jesús. El relato concluye con una advertencia severa para los que solo han vivido una vida egoísta: “Lejos de mi malditos…” (Mt 25,41). No significa venganza por parte de Dios o que Dios eche la gente al infierno. Las palabras del Rey no son una sentencia judicial, sino una constatación (“irán al fuego eterno”). Cada grupo se dirige al lugar que ha buscado en su vida: el reino del amor o el reino del egoísmo, el banquete nupcial o la soledad más absoluta. Será el último capítulo de una vida que uno mismo ha elegido. En Jn 3,19-21 se explica claramente que no es Dios el que excluye de la luz, sino que son los hombres los que la rechazan y por lo tanto eligen las tinieblas.
10. LA ADÚLTERA
Este episodio sucede en el Templo de Jerusalén mientras Jesús, sentado, está enseñando (Jn 8,1-11). De pronto se presentan autoridades del Sanedrín arrastrando a una mujer que había sido sorprendida en adulterio. Según la Ley y las costumbres judías debía ser lapidada, apedreada; pero los romanos le habían quitado al Sanedrín el derecho de imponer penas de muerte. Quieren tenderle una trampa a Jesús: si resuelve que no hay que lapidarla, va en contra de la Ley de Moisés; si resuelve que sí, va en contra de si mismo ya que predica el perdón y la misericordia. Si resuelve a favor del tribunal judío va en contra de Roma; si resuelve por el tribunal romano, es que ya entonces no es el Mesías liberador. Arrastran a la mujer en el medio; el varón se ha escapado. En aquel tiempo la que pagaba con todas las culpas, era la parte más débil: la mujer. Nadie presenta testigos y todos acusan. Lo hacen en forma colectiva y anónima porqué así nadie se sentirá responsable de la muerte de aquella mujer. Jesús como respuesta se pone a hacer unos garabatos sobre el piso del Templo. No desafía a la turba que se ha juntado amenazante alrededor de la mujer, no la provoca, no usa la violencia para enfrentar la violencia. Tampoco se dirige directamente a la mujer, para que no se sienta humillada públicamente. Hay como una pausa que Jesús impone para serenar los ánimos o quizás para contener la indignación que siente en si mismo frente a ese atropello. Pero como insisten, Jesús se pone de pie y a la pregunta de ellos (“¿tu qué dices?”) contesta con otra pregunta: “¿Quién de ustedes está exento de pecados?”. Llegado el momento de la lapidación, el principal testigo debía arrojar la primera piedra. Jesús declara: “Aquel de ustedes que no tenga pecados que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Con estas palabras Jesús les niega a ellos la competencia de erigirse en jueces de sus semejantes. Las autoridades religiosas ponían al centro de su religión la Ley, mientras que Jesús pone al centro la persona humana. Los mira a todos fijamente y les exige a todos que se examinen a si mismos. Es que uno termina de juzgar a los demás cuando empieza a juzgarse a si mismo. Frente a las palabras enérgicas de Jesús dichas con autoridad, los primeros en retirarse son los Ancianos, poderosos miembros del Sanedrín (los que junto a los Sacerdotes condenarán a muerte a Jesús); y con ellos se van todos. Los que querían ser jueces se sienten juzgados y prudentemente se retiran en silencio. Jesús conoce la letra de la Ley; esta destapa el pecado, pero el Autor de la Ley quiere la conversión y rehabilitación del pecador (este es el espíritu de la Ley).
Llama la atención la actitud respetuosa de Jesús para con la pecadora. Por un lado no disculpa su pecado y le dice: “no peques más” (Jn 8,11); no la felicita por lo que hizo, rechaza y condena el pecado. Al mismo tiempo le dice: “tampoco yo te condeno”. Algunos en la historia han pensado que Jesús haya sido demasiado liberal y blando en este caso. No es así. Antes que nada Jesús con este gesto condena la pena de muerte y cualquier pena que no busque la rehabilitación de la persona a la que siempre hay que salvar. Hay además una invitación clara a cambiar vida: “no peques más”. Es la misericordia del Corazón de Cristo que se encuentra con la miseria humana. Jesús confía en la mujer; le hace entender que puede superar ese pecado y empezar una nueva vida. La mujer no habla; está asustada por las amenazas de la gente y al mismo tiempo impactada por el trato noble y generoso de Jesús. Ella jamás olvidará ese encuentro y a Jesús que le salvó la vida. Ella recibe el perdón sin haberlo pedido; será el perdón gratuito de Jesús que la llevará al arrepentimiento. La única fuerza capaz de cambiarle la vida a una persona es darle amor y confianza y no condena; acogida y no rechazo. A pesar de las exigencias de Jesús para con sus discípulos, los pecadores a lo largo de la vida de Jesús se acercaban a él con confianza. Ellos tenían conciencia de la imposibilidad absoluta para ellos de salvarse y confiaban en él. Sucedió un día que así como Jesús había llamado a Simón y compañeros a seguirlo a pesar de que se declararan pecadores, llamó también a Mateo (Mt 9,9), un conocido pecador público para hacer parte del grupo de los Doce. Todos pensaban que ahora Mateo se alejaría de los malos compañeros. Por el contrario Mateo hizo un gran banquete con todos sus colegas y Jesús, con sus discípulos mezclados entre ellos, fue el gran invitado. Tampoco la intención de Mateo era decirles adiós a los colegas, sino que ellos encontraran y conocieran a Jesús. Posiblemente les haya parecido a los fariseos y a las personas “honradas” como una especie de confabulación mafiosa. La reacción de ellos fue inmediata: “¿Por qué comen con publicanos y pecadores?” (Lc 5,30). Varias veces Jesús fue cuestionado por su trato amable para con los pecadores. A pesar de las críticas, Jesús jamás se rectificó, ni justificó su conducta como una excepción; era su misma misión.
A veces se piensa que Dios se aleja y se enoja con nosotros cuando pecamos; por el contrario, es cuando más cerca está de nosotros, buscando levantarnos como a la oveja perdida y herida en el monte. Jesús busca suscitar en los pecadores el sentido de su dignidad, la esperanza de una vida mejor, la imagen de un Dios amigo, siempre dispuesto a ofrecernos una oportunidad más. Para él se trata de “enfermos” (Mt 9,12) que precisan atención cuidadosa y cercanía afectuosa. No los amenaza con la Ley, sino que les hace sentir el Amor de Dios. La idea de Dios de los judíos y en particular de los fariseos era de un Dios severo que los iba a juzgar de acuerdo a los meritos adquiridos en el cumplimiento de la Ley. Como en la parábola del talento enterrado (Mt 24,25), el que tiene miedo a Dios se esconde detrás de lo estrictamente legal. Lo que se condena en la parábola de este servidor perezoso es sobre todo su falsa idea de Dios. Muchos todavía hoy manejan la imagen de un Dios justiciero y castigador que se mueve con prohibiciones y reglamentos. Jesús por el contrario ofrece el amor y el perdón de Dios a todos. El perdón de Dios es un milagro más grande que resucitar a un muerto. No solo devuelve la gana de vivir y el sentido de la vida, sino que hace nuevas todas las cosas como en una nueva creación. Jesús no tuvo actitudes de juez ni con Zaqueo, ni con la adultera, ni con la pecadora en casa de Simón, ni con la samaritana, ni con nadie. Sin embargo hoy también muchas personas siguen experimentando a la Iglesia a veces como inmisericorde, autoritaria, discriminadora. Según la Evangelii Gaudium “la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir la vida buena del Evangelio” (n.114).
11. ZAQUEO
Zaqueo es el jefe de la aduana de Jericó (Lc 19, 1-10). Es un hombre rico igual que el “notable” que quiso seguir a Jesús (18,18). A diferencia de aquel, Zaqueo se considera un pecador. No dice: “Todas estas cosas las he observado desde mi juventud” (18,21), con aire de seguridad. Zaqueo sabe que no observó los mandamientos y precisa el perdón. El episodio de Zaqueo demuestra que “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (18,27). Zaqueo es el ejemplo del hombre aparentemente insalvable porqué pecador público (excluido de la salvación por la Ley) y por ser un rico egoísta y explotador (excluido por el Evangelio). El poder de Dios sin embargo es capaz de transformar la vida de un hombre, cuando este está dispuesto a cambiar. Al entrar Jesús en Jericó, todo el pueblo se vuelca a la calle. Zaqueo es hombre que tiene poder y dinero, pero es odiado por todos. Es también de baja estatura y por lo tanto objeto de burla. No habiendo podido crecer en la estima de la gente (y esto lo humillaba) ha buscado levantarse sobre los demás acumulando dinero. Sin embargo se siente condenado y aislado; nadie se le acerca y todos le temen. Siendo pecador público no puede entrar ni en la sinagoga ni en el Templo, como si estuviera maldecido por Dios. Al escuchar que llega el profeta Jesús, le nace una esperanza. Así como el ciego al borde del camino del episodio anterior había empezado a gritar hacia Jesús, también Zaqueo sube a un árbol para verlo.
No es simple curiosidad. Seguramente tuvo que desafiar el ridículo, los comentarios y las burlas de la gente. Zaqueo abandona los miedos y los buenos modales de un hombre importante, para volverse como un chico que se cuelga de un árbol; no le interesa lo que diga la gente. En ese momento una mirada hacia él de Jesús que pasa, le traspasa el corazón. Es el encuentro de dos miradas que se buscan. Zaqueo quiere “ver a Jesús” (19,3) y Jesús “lo vio” (19,5).
Por fin Zaqueo encuentra a alguien que lo trata con respeto y lo llama por su nombre; era una señal de amistad. Jesús le pide hospitalidad, así como había pedido agua a la samaritana. No lo humilla públicamente; sabía que Zaqueo siendo pecador publico jamás hubiera podido invitar a Jesús en su casa, y por lo tanto se autoinvita. Igual que el ciego que al sentirse llamado por Jesús arrojó el manto y se puso de pie de un salto (Mc 10, 50), también Zaqueo bajó rapidísimo del árbol y lo acompañó gozoso a su casa (Lc 19,6). Se siente considerado y amado por Jesús. Intuye el perdón gratuito del buscador de ovejas perdidas, y eso transforma su vida. Hablaron largamente como cuando Jesús se encontró con la samaritana, pero no consta que Jesús lo haya rezongado o amenazado. A Jesús no le anima ni el resentimiento ni la aversión hacia este tipo de personas, sino tan solo la compasión. Jesús ama también a los ricos , pero les pide justicia y que compartan sus bienes. Nunca será posible un mundo más justo y equitativo si los ricos no aceptan limitar y reducir sus ambiciones y bienes, en beneficio de los más desdichados. Jesús además se siente libre para decirle a Zaqueo la verdad porqué a él le interesa su persona y no sus bienes. Quizás lo trate con cierta severidad porqué en el evangelio hay palabras duras sobre los peligros de la riqueza. Pero en el relato de Lucas Jesús no habla. Zaqueo frente a la gran bondad de Jesús toma la gran decisión de su vida. Su oferta es doble: la primera es como una imndenización general: “Voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres” ( Lc 19,8)) por no saber la cantidad ni la identidad de la gente que ha estafado. La segunda es un acto de generosidad voluntaria como una compensación por el mal que había hecho. Zaqueo va mas allá de lo que pide la Ley (Lev 5,20-24) que era devolver el doble de la cantidad robada y devuelve cuatro veces más. Pone su granito de arena en pos de un mundo más justo y solidario; ya no se conforma con la limosna. De esta forma Zaqueo hace lo que no había sabido hacer el “notable”. Mientras este se alejaba triste, la casa de Zaqueo se llena de alegría y así lo constata Jesús: “Ha llegado la salvación a esta casa” (19,9).
Zaqueo se hace así amigo de Jesús y recupera la confianza y amistad de la gente. Se reintegra a la comunidad y es bendecido por todos. Es más pobre económicamente, pero se siente rico en el alma, útil, querido y feliz. Ha recuperado su dignidad. Sin embargo afuera de la casa de Zaqueo todos empezaron a criticar y a murmurar: “Se ha ido a la casa de un pecador” (Lc 19,7). A pesar de estar rodeado por tantas personas honradas y religiosas de Jericó, Jesús se había ido a la casa de un pecador, manifiestamente indigno de recibir a un profeta. Como en el caso de Mateo, otro publicano, Jesús va a la casa de Zaqueo y se sienta a su mesa, aunque se le acuse de ser “amigo de los pecadores” y se lo considere en consecuencia como cómplice de ellos. Jesús no busca la popularidad, y la incomprensión de mucha gente no le importa más que la de los fariseos. Él quiere demostrar que es posible condenar el pecado y salvar al pecador. La alegría de Zaqueo es como la del campesino que encuentra un tesoro en el campo (Mt 13,44) y lo vende todo para comprar el campo. El campesino no habla de lo que ha dejado sino de lo que ha encontrado y se considera feliz . Zaqueo hace lo que Jesús predicó sobre el administrador inteligente que se hizo muchos amigos con el sucio dinero. Sin embargo Zaqueo no sigue a Jesús en el grupo de los apóstoles. Es ahora discípulo de Jesús, pero se queda en su casa y sigue con su profesión; no cobra más de lo establecido como predicaba Juan el bautista (Lc 3,13) y busca no la ganancia sino la solidaridad. Es como el ex endemoniado de Gerasa que, liberado por Jesús, es invitado a quedarse en su pueblo para anunciar a todos lo que Jesús había hecho por él (Lc 8,38-39). Zaqueo dará testimonio en medio de los suyos de cómo el encuentro con Cristo le ha cambiado la vida. En la Iglesia hay diversidad de vocaciones y servicios; pero todos estamos llamados a anunciar la misericordia de Dios.
12. BARTIMEO
Bartimeo es ciego y mendigo (Mc 10,46-52), con una doble desgracia que lo obliga a vivir al borde del camino pidiendo limosna; lo suyo además es considerado como un castigo de Dios. Es por eso que los apóstoles ni lo ven y la gente cuando él empieza a gritar, lo quieren hacer callar porque estropea la fiesta. El grito de los pobres siempre molesta. Bartimeo quiere salir de su situación; quien no ve, está todavía en el seno materno, no acaba de nacer a la vida, no puede ser dueño de si mismo, no vive. Él se deja ayudar por los demás pero también cree en Dios y espera el Mesías. Cuando se entera que ha llegado Jesús, vence el miedo, enfrenta la incomprensión de la gente y levanta su grito al Mesías de los pobres. Le dicen que Jesús está rodeado de gente muy importante y que no tiene tiempo para atenderlo. Bartimeo no se asusta y redobla los gritos. Son como los gritos de la mujer cananea que persigue a Jesús para que cure a su hija (Mt 15, 21-28). El ciego llama a Jesús por su nombre; en el evangelio de Marcos es el único que lo hace. La invocación amorosa del nombre de Jesús encuentra enseguida respuesta. Bartimeo repite cada vez más fuerte: “Jesús, ten compasión de mi” (Mc 10,47). Es la oración repetitiva de los pobres, que no usan muchas palabras, pero que rompe los cielos con sus gritos. El ruido y la cantidad de gente que lo rodean, no impiden a Jesús escuchar esos gritos; se detuvo e hizo parar a todos. El ciego había tocado la fibra más delicada de Jesús, su compasión. Manda a sus apóstoles a buscarlo y ellos le dicen: “Ánimo, levántate, él te está llamando” (Mc 10,49). Estas palabras de esperanza tendrían que estar en la boca de todos los apóstoles que actúan en el nombre de Jesús. Al darse cuenta Bartimeo que Jesús lo ha escuchado, que se ha acordado de él en medio de tanta gente, estalla de alegría, tira el manto con el platillo de las monedas y brincando como un cabrito se hace acompañar hasta Jesús. Ha encontrado el tesoro y lo deja todo, seguro de no quedar defraudado. Es como la mujer samaritana que al encontrar a Jesús olvida el pozo, el agua y el cántaro. Jesús le pregunta: “¿qué quieres que haga por ti?”. Bartimeo quiere ver, quiere verlo a él , quiere seguirlo, quiere ser su discípulo. Jesús “sintió compasión” (Mt 20.34) y lo curó; gracias a su fe también le ofreció la salvación: “tu fe te ha salvado” (Mc 10.51). Bartimeo es pobre, pero Jesús será su riqueza, el que dará sentido a toda su vida y la llenará con su amor. Entonces Bartimeo siguió a Jesús junto a sus discípulos, rumbo a Jerusalén.
También en Lc 17,13 los diez leprosos le gritaban: “Jesús maestro ten compasión de nosotros”. Su compasión lo llevó un día a curar a un hombre que tenía una mano paralizada (Mt 12,10-13). Para Jesús el problema no era si era lícito o no según la Ley curarlo, sino si estaba permitido hacer el bien en día sábado, un día sagrado. La mano derecha para un trabajador es muy importante. En Marcos y Lucas Jesús pone en el medio de la sinagoga, de pie, al enfermo como para significar que más importante que la Ley es el ser humano; y mirando con indignación a los maestros de la Ley lo curó. Para Jesús no hacer el bien cuando es posible hacerlo, es un pecado de omisión. Para Jesús el bien o el amor al prójimo toma el lugar de la Ley. Para los Fariseos poner en el centro de la sinagoga y del culto a un enfermo, era robarle el lugar a Dios. En otra ocasión, siempre en día sábado, Jesús también toma la iniciativa y sana a una pobre mujer doblada sobre si misma desde hace 18 años (Lc 13,10-17). Jesús fustiga la hipocresía de los fariseos porque terminan con dar más importancia a los animales que desligan del establo para llevarlos a beber o a un asno o a un buey que cae en el pozo en día sábado para sacarlos, que a una persona humana. La nueva Ley de Jesús es la misericordia. No es primero el honor y la obediencia a la Ley de Dios, y después el bien del hombre. Suponían que el honor de Dios pudiera entrar en conflicto con la felicidad del hombre. Jesús enseña que la gloria y la grandeza de Dios se manifiestan siempre en el bien del hombre. El mandamiento de “santificar la fiesta” significa darse tiempo para alabar a Dios y hacer el bien al hermano. Jesús tiene un verdadero culto por la persona humana. En Lc 5,12-16 Jesús cura a un leproso; este debía alejarse de la gente pero su fe lo llevó a los pies de Jesús. Jesús toca al intocable con cariño y lo sana. Había una multitud de enfermos en la piscina de Betesda, pero Jesús se fija en un paralítico enfermo desde hace 38 años y lo cura. Observando a la viuda de Naín detrás del féretro de su hijo único “se compadeció de ella” (Lc 7,13) y obró el milagro.
Los milagros de Jesús no eran para demostrar poder, al que rechazaba constantemente, sino porqué se conmovía frente a los enfermos en aquel tiempo abandonados en plena calle. Los suyos eran signos del Reino que llegaba. A él lo esperaban para atender a la hija de un hombre importante, el jefe de la sinagoga local, pero Jesús demora para curar a una pobre mujer que padecía flujos de sangre desde hacía 12 años. Jesús nunca pasó delante del sufrimiento humano sin pararse; no había cosa más importante que hacer. Las señales para con los enfermos que Jesús realizaba, correspondían a los textos proféticos aunque a los fariseos no les importaban mucho los enfermos. Los signos profetizados por Isaías y que Jesús recuerda a los emisarios de Juan el bautista (Lc 7,22) hablan de obras de amor: curaciones de los ciegos, de los cojos, de los sordos, de los leprosos.. Lo mismo Jesús pedirá a sus discípulos: “los envió a anunciar el Reino de Dios y a curar a los enfermos” (Lc 9, 1-2).Jesús no quería demostrar su divinidad con prodigios espectaculares ni tampoco suprimir el sufrimiento por obra de magia. Los milagros y prodigios Jesús los atribuye mas bien a los falsos profetas (Mt 24,24) y cuestiona a los que los buscan (Mt 16,4). Las curaciones de Jesús en el evangelio se debían tan solo a su compasión y eran un anuncio del Reino.
13. LA SAMARITANA
Jesús camino a Judea desde Galilea, pasa por Samaria. Él tiene una predilección especial por los samaritanos (algún día él mismo será llamado “samaritano “ por desprecio) porque era gente odiada por los judíos, considerada hereje y enemiga, como si fuera una raza inferior. Desde el tiempo del destierro había allí un cruce de razas entre hebreos y asirios y una mezcla de religiones con un templo propio sobre el monte Garizím que los judíos condenaban. Jesús, cansado del camino, se sienta al borde de un pozo (Jn 4,6). Llega una mujer con el cántaro para sacar agua. Los maestros de la Ley no podían hablar con una mujer y cuando los discípulos vuelven de comprar alimentos se admiran al ver a Jesús “hablar con una mujer” (Jn 4,27). Jesús derriba enseguida cualquier prejuicio o barrera con una actitud amistosa y de humildad frente a la mujer pidiéndole agua. La trata con respecto y dignidad; comparte el agua con ella. No habla con la superioridad propia de los judíos para con los samaritanos ni de los varones para con las mujeres. El agua para los orientales que vivían en el desierto significaba hospitalidad, amistad, acogida. De esa forma se estableció una comunicación entre pares, con simpatía recíproca. Jesús acepta a la mujer así como es, aún si es pecadora (ha tenido cinco maridos y el que tiene ahora no es su marido) y confía en ella. En la conversación Jesús tiene paciencia con ella, la lleva paso a paso de la mano partiendo de su realidad sin presionarla, con suma delicadez para que ella misma descubra la verdad. Se da así una fuerte experiencia de Dios por parte de una mujer pecadora, ignorante y sencilla que, seducida por Jesús, deja el cántaro y corre a anunciar la llegada del Mesías. La confianza de Jesús en la mujer la llevó a ser su apóstol entre los samaritanos, a dar su testimonio, a acercar la gente a Jesús para dejarle lugar a él y desaparecer. La pastoral del futuro ha de ser cara a cara, según no dice el Papa Francisco con una evangelización “que sabe de esperas largas y de aguante apostólico”(E.G.n.24).
La compasión de Jesús por las mujeres, tan despreciadas y olvidadas en su época, salta a la vista en los evangelios. Jesús no tiene dificultad en aceptarlas como discípulas a la par de los varones. En la casa de Marta y Maria en ocasión de la visita de Jesús, la primera hace lo que hacía toda mujer en aquel tiempo: barrer, limpiar, cocinar, poner la mesa y servir al huésped. Por el contrario su hermana Maria se sienta con los discípulos varones para escuchar y hablar con el Maestro (lo que estaba prohibido a las mujeres) y Jesús la defiende. Según Lc.8,1 había mujeres que seguían a Jesús junto a los Doce; se destacan tres: Maria de Magdala, Juana y Susana que habían sido curadas por él y serán testigos de su resurrección. Las mujeres, algunas de ellas acompañadas por su marido, estaban al servicio del grupo y realizaban las mismas tareas de los apóstoles. Sobre el Calvario hay, además de la madre de Jesús y la Magdalena, otra Maria: la esposa de Cleofás y madre de Santiago y José (los “hermanos del Señor”). Según Mateo y Marcos estaba también Salomé, la madre de los hijos de Zebedeo (Santiago y Juan, del grupo de los Doce). Estas mujeres son colaboradoras de Jesús y evangelizadoras; ellas también han sido llamadas a “estar con Jesús” (Mc 3,14) que es la prerrogativa de los discípulos, para ser enviadas más tarde a la misión (Lc 10,1.12). Las mujeres no tenían el deber (igual que los niños) de estudiar la Ley ( o sea la Biblia). Fuera del hogar las mujeres en aquel tiempo no existían. Pertenecían al padre, al esposo, a los hijos; no tenían autonomía propia. El adulterio era considerado como un robo. Las mujeres del evangelio tienen la experiencia del amor de Cristo y por eso lo siguen. Han aprendido de él a ponerse al servicio de los demás gratuitamente. Jesús les dispensa a ellas la misma amistad que a los varones. No entran a formar parte del grupo restringido de los Doce (todos varones) porqué así como las 12 tribus del pueblo de Israel descendían de los 12 hijos varones de Israel (o Jacob), así debía ser con el nuevo Pueblo de Dios. Forman parte del grupo de los demás discípulos y no se preocupan de los comentarios, prejuicios y críticas de la gente. Jesús no les exige nada especial; simplemente que lo sigan y experimenten junto a él en la vida cotidiana la Buena Noticia que él predica. Ellas, a diferencia de los varones, no discuten entre ellas quien es la más importante; están acostumbradas a ocupar el último lugar, a servir. Están muy atentas a lo que Jesús enseña. Lucas relata que después de la muerte de Jesús ellas aún “recordaban sus palabras” (24,58). Marcos dice que estas mujeres “seguían” a Jesús. El verbo “seguir” en el evangelio es un verbo especial que se suele reservar para los discípulos de Jesús, como cuando Pedro y Andrés dejándolo todo “lo siguieron” (Mc 1,18).
Para mucha gente de esa época el trato de Jesús para con las mujeres era un escándalo. Hasta en las sinagogas estaban separadas de los varones, en un lugar a parte. De aquellas mujeres que la sociedad marginaba, Jesús supo sacar un potencial impresionante pasando por arriba de tradiciones y prejuicios. Jesús rompió todas la barreras que había con mujeres, samaritanos, publícanos, pecadores públicos, paganos… Lamentablemente la tradición identificó a Maria Magdalena con la prostituta de la casa de Simón de la que Lucas habla en el episodio anterior (Lc 7,36-50). Esto pasó porque Lucas dice que ella había sido liberada de “siete demonios” por Jesús (Lc 8,2). El número siete es un número simbólico para indicar algo muy grave. Lo siete “demonios” en el lenguaje de aquel entonces pueden referirse a enfermedades muy serias o no identificadas (que se atribuían al diablo) . Aún en el caso de posesión diabólica, no resulta en los evangelios que debiera necesariamente tratarse de pecadores públicos como en este caso de la prostituta en casa de Simón.
El verdadero nombre de Magdalena es Maria, proveniente del pueblo de Magdala a orillas del lago de Galilea. Jesús la curó y ella lo siguió incondicionalmente. Estuvo presente durante su crucifixión, asistió a su sepultura, fue testigo de la resurrección de Cristo y la primera que recibió la misión de anunciarla a los demás discípulos. Esto es lo que dice la historia más allá de evangelios apócrifos o engañosos y de inventos periodísticos. En las primeras comunidades cristianas ya había mujeres que predicaban, diaconisas, misioneras, mujeres que reunían la comunidad en su casa como Lidia, Ninfa, Priscila, Febe y hablaban proféticamente (1 Cor 11,5). San Pablo en sus cartas hace el nombre de numerosas mujeres que colaboraban con él en la evangelización. Hoy el tema de la mujer en la Iglesia ha vuelto otra vez sobre el tapete porqué siglos de clericalismo han oscurecido el papel de los laicos y en particular de la mujer.
14. LOS QUE QUIEREN ARRANCAR LA CIZAÑA
Hay dos historias de campesinos en los evangelios. En Lc 13,6-9 se nos dice que un propietario esperaba frutos de una higuera desde hace tiempo, pero en vano; producía muchas hojas, pero nada de frutos. Entonces decidió arrancarla. Pero el campesino insistió para que el dueño de la higuera tuviera paciencia. Él se comprometía a curarla, a remover la tierra a su alrededor y ponerle abono. El dueño quería arrancarla porqué eran tres años que venía buscando frutos en ella. Esos tres años de la parábola son los tres años del ministerio de Jesús, y el dueño es Dios. El campesino es el mismo Jesús que le pide al Padre esperar un año más. Es el “año de gracia” inaugurado en Nazareth (Lc 4,18); es el tiempo de la Iglesia. Jesús es el gran intercesor del pueblo cristiano, que intercede constantemente por nosotros en la Eucaristía. Entre la justicia (¡córtala!) y la misericordia (¡espera!) gana la misericordia. En vez de la condena, llega el perdón. Esta parábola enseña que siempre hay que confiar en la paciencia de Dios; pero al mismo tiempo nos recuerda que no se puede aprovechar y abusar de ella. Si un árbol frutal se niega a dar frutos, tarde o temprano se lo corta. Hay entonces cierta urgencia; la paciencia de Dios no se agota, pero no puede decirse tampoco que siempre hay tiempo. La planta no puede ocupar permanentemente el terreno en balde. Aquí se describe la paciencia de Dios que siempre está dispuesto a darnos nuevas oportunidades, siempre que haya buena voluntad.
En la parábola de la cizaña (Mt 13,24-30) por el contrario, es el propietario que frena a los campesinos que quieren arrancar la cizaña y les pide paciencia. Si Dios tiene tanta paciencia con nosotros, también nosotros tenemos que tener igual paciencia con los hermanos. Los peones están asombrados por la cantidad de maleza que van descubriendo y quieren intervenir enseguida antes de que sea demasiado tarde. La cizaña es superior a lo normal y por eso el dueño piensa que es un enemigo el que lo ha hecho en forma clandestina y súbdula, escondiéndola detrás del trigo. El dueño del campo es Dios y los peones preguntan sobre el origen de la cizaña al mismo dueño, como echándole la culpa a él. ¿Porqué hay tanto mal en el mundo?; si el Reino de Dios ha llegado, ¿por qué siguen habiendo tantas injusticias y guerras?; ¿donde está Dios? Como respuesta, Jesús denuncia la presencia del Maligno (13,39) porque existe una maldad, una brutalidad en el mundo que no se explica humanamente hablando. Pero a la vez nos enseña cómo portarnos frente a los hermanos pecadores. Las raíces de la maleza se han entrelazado con las del trigo. Al arrancar la maleza se riesga de arrancar también el trigo (13,29) y el dueño quiere salvar a todo el trigo. Además la cizaña, por los menos en los comienzos, se parece al trigo; es posible confundirse.
Jesús quiere decirnos que los buenos y los malos estarán siempre mezclados y una mezcla de bondad y maldad está inclusive dentro de nosotros. No se puede juzgar a los demás y ni a uno mismo. Únicamente el dueño que ha sembrado el trigo, está autorizado para hacer la selección. Y él no tiene apuro porqué a lo largo de la vida la cizaña puede transformarse en trigo y este en cizaña. Esta parábola combate nuestras impaciencias apostólicas y falsos celos al pretender adelantarnos al juicio de Dios y al no respetar las etapas de maduración de las personas. “Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien no tiene importantes dificultades”, nos recuerda el papa Francisco (E.G.n.44).
El bien necesita tiempo para afirmarse y el Reino de Dios va creciendo lentamente. Habrá un juicio, es decir llegará el momento de la separación del trigo de la maleza y ese será en el momento de la cosecha. Jesús asegura que la buena semilla tendrá un resultado positivo y sorprendente (Mt 13, 23). Los peones representan a los responsables de la Iglesia. Su celo y rigorismo en reprimir a los que consideran extraviados no es conforme a la misericordia de Dios. No dejando a los feligreses la libertad de pensar y expresarse libremente, faltan de confianza en sus hermanos e irritan al dueño del campo. Siempre la Iglesia padeció la tentación farisaica de la rigidez, la excomunión y la condena. Con la intolerancia para con pecadores y herejes, siempre a fin de bien y para defender a Dios, se han cometido las peores aberraciones.
La victoria del Reino de Dios no se da por la fuerza, ni de un día para otro ni tampoco se da en forma definitiva en la historia. Otro mundo, un mundo mejor es posible, pero este nunca llegará a ser un paraíso terrenal; siempre estará aquí presente la cizaña y siempre tendremos que tenernos paciencia el uno al otro. Aunque parezca a veces que los buenos fracasen y los malos triunfen, Jesús dijo con palabras terminantes: “¡Animo, yo he vencido al mundo!” (Jn 16,33).
El Papa Francisco nos invita a luchar contra la sensación que tienen algunos cristianos “de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo” (E.G. n.85).
Jesús en Mt 13,47-50 compara la Iglesia a una red barredera que recoge toda clase de peces, comestibles y no. La Iglesia no salvará al mundo separándose del mismo, como un gueto de gente perfecta e irreprensible. No por el hecho de encerrarse en si misma la Iglesia estará más segura de tener solo buenos. La Iglesia es la comunidad, no de los perfectos sino de la gente pecadora salvada por la misericordia de Dios, donde todos pueden encontrar la salvación.
15. FELICES LOS MISERICORDIOSOS
Es una de las bienaventuranzas de Mateo (Mt 5,7). Son declarados felices los misericordiosos porque Dios es misericordioso. El hombre es misericordioso cuando sabe perdonar, ayuda al que se encuentra en apuro, ama a sus enemigos como el buen samaritano, devuelve bien por mal, ora por las personas que no lo quieren, no practica la violencia ni la venganza, encuentra motivos para disculpar en vez de condenar. Para Jesús los deberes para con el prójimo son los más importantes de la Ley (Mt 23,23). Jesús repite lo del profeta Oseas (6,6): “quiero misericordia , no sacrificios” (rituales). Según Mateo hay que ser misericordiosos para que Dios lo sea con nosotros; y apunta a una misericordia activa, eficaz que concreta en seis obras esenciales de misericordia (Mt 25,31-46) como conclusión de todo su ministerio público. Para Jesús solo si amamos a los hermanos, tenemos la certeza de amar a Dios; nuestra misericordia condiciona la suya. Habrá un juicio sin misericordia para el que no tuvo misericordia. “No se puede amar a Dios que no se ve, si no se ama al hermano que se ve” (1Jn 4,20). Para los judíos la misericordia no era debida al pueblo ignorante, ni a los pecadores, ni a los paganos. El amor a los enemigos es una de las cosas más extraordinarias y novedosas del Evangelio; Jesús mismo da el ejemplo perdonando y rezando por sus verdugos. Cristo nunca aplastó a sus adversarios ni quiso humillarlos; dialogaba constantemente con ellos que lo perseguían a cada rato. Llegó a tratar a un criminal en la cruz como a un amigo. Según la carta a los Hebreos, Jesús es el nuevo Sumo Sacerdote con dos cualidades particulares: es misericordioso y fiel (a ejemplo del Padre), y nos comprende por haber compartido y conocer nuestros sufrimientos y pruebas (Heb 4,14-16).
Jesús brillaba por su bondad y humanidad cautivante. El pueblo lo seguía días enteros, sus enemigos lo tildaban de “seductor”. Hasta los policías enviados para arrestar a Jesús, declaran asombrados: “nadie jamás ha hablado como este hombre” (Jn 7,46). Frente a la muerte del amigo Lázaro rompe a llorar. Una mujer alaba públicamente a su madre, un joven lo llama “maestro bueno”, los niños lo rodean sin miedo. A sus discípulos, inclusive a Judas, los trata como amigos, les lava los pies, busca su ayuda en el Getsemaní, los defiende en el arresto, les perdona su abandono, se preocupa por Tomás y por los de Emaús, reza por ellos. Es un caballero respetuoso y delicado con las mujeres. De ningún profeta del Antiguo Testamento se dice que tuviera discípulas que lo siguieran. Sabe indignarse con los poderosos e hipócritas; pero sus palabras no son de odio sino severas advertencias para que cambien de vida. Sus reproches están dirigidos a categorías de personas, no a personas singulas. Se entristece por la ceguera de los Fariseos, llora sobre la ciudad de Jerusalén y sus dirigentes. Su jornada está llena de imprevistos; parece no tener nunca apuro. Se emociona frente al dolor de una viuda, a la fe de un soldado, a la limosna de una viejita, tiene amistades profundas. Hasta lo enemigos le reconocen: “sabemos que no miras en la cara a nadie y juzgas según Dios..” (Mt 22,16). Va en contra de la Ley y las costumbres cuando se trata de defender a la persona humana. Sus palabras son de aliento y esperanza para todos: “levántate y anda”, “no llores”, “vete en paz”, “no peques más”, “tus pecados son perdonados”, “yo no te condeno”, “no tengan miedo”. La ternura del Corazón de Cristo se nota en los detalles: toca a los leprosos, se deja tocar por la mujer enferma y besar los pies por la prostituta, toma la mano a la suegra de Pedro para levantarla, se preocupa para que le den de comer a la hija de Jairo, se da cuenta que sus discípulos están cansados y los invita a un lugar tranquilo. Los discípulos quieren echar a los niños, callar al ciego, despedir a la cananea, hacer caer fuego sobre los samaritanos, prohibir trabajar al exorcista, despedir a las muchedumbres hambrientas y Jesús se opone.
Jesús nos invita a nosotros también a ser misericordiosos como el Padre, pero para saber sobre la misericordia del Padre hay que partir de lo que sabemos sobre Jesús. Mucha gente piensa equivocadamente que Dios es una cosa y Jesús otra. Dios se hizo carne en Jesús. “Quien me ve a mi, ve al Padre” (Jn 14,9), dijo Jesús. Él es el reflejo de la misericordia del Padre. A su vez nos pide a sus discípulos ser imitadores de él: “aprendan de mi que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Él se ofrece como modelo y refugio de todos los que andan agobiados, oprimidos, sufridos. Son las dos primeras bienaventuranzas de Jesús: la mansedumbre y la pobreza de espíritu. Son las características principales de los que pertenecen al Reino de Dios. Los mansos “tendrán la tierra en herencia” (Mt 5,5) por ser indulgentes, no violentos, comprensivos, amables, pacientes y amantes del diálogo. La mansedumbre es la virtud hermana de la misericordia. Jesús es manso porqué no grita, no polemiza, no quiebra la caña cascada, no apaga la mecha que todavía humea. Es respetuoso y discreto; no busca publicidad ni se impone a fuerza de milagros. El estilo de Jesús es acogedor de todas las personas. De veras Jesús es la revelación viva de la misericordia y la ternura de Dios.
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